Desde Trump, se ha puesto especial atención a la práctica que en EE. UU. conocen como “catch and release”. Esta, traducida, significa “atrápalo y suéltalo”. El término político significa la práctica de dejar en libertad a un migrante capturado en frontera, mientras espera su audiencia judicial, en lugar de retenerlo o expulsarlo inmediatamente. Se benefician de ella las personas vulnerables, quienes no representan peligro, (como menores de edad) y, en especial, quienes aducen miedo de retornar a sus países, es decir, los solicitantes de asilo. “Catch and release” es el resultado de un conglomerado de leyes, jurisprudencia y acciones ejecutivas de presidentes, tanto republicanos como demócratas, a lo largo de las últimas décadas. La administración estadounidense la ha identificado como la mayor causa del incremento migratorio de la presente década. Y quizás lleven parte de razón, pues la noticia de que logran evitar la deportación quienes aducen ese miedo al entregarse a la patrulla fronteriza, se ha colado hasta el último rincón de Centroamérica. Vox pópuli, que le dicen.
EE. UU. identificó a “catch and release” como un problema. Primero, porque constituye un incentivo que califican como perverso. Esto, porque motiva un incremento de personas que desean intentar el viaje. El precio cobrado por los coyotes es menor, y por tanto, más tienen acceso al viaje. Ciclo vicioso. El precio bajó pues el nuevo producto fue llevarlos solo hasta la frontera norte mexicana, ahorrándose la parte de burlar la seguridad estadounidense. Al cruzar, cada migrante se entrega al primer guardia estadounidense y reclama asilo. Es decir, ya no son capturados, sino rescatados. Segundo, un problema que generó saturación del sistema judicial federal. Mientras más solicitantes de asilo llegaron, este más se congestionó. El peor escenario para estos migrantes, entonces, sería vivir unos 4 o 5 años en EE. UU., en lo que llegaba la fecha de su audiencia. Tiempo suficiente para que el esfuerzo valiera la pena.
Romper el incentivo de “catch and release” no es cosa sencilla en EE. UU. Requeriría un esfuerzo conjunto para componer el sistema migratorio desde los tres poderes del Estado. Un sistema que ambos partidos reconocen que está “roto”, pero cuya discusión honesta está trabada en medio de intereses y estrategias político-electorales. Es ahí donde entraron en escena los acuerdos de terceros países seguros. Absurdos como puedan parecer, tienen el objetivo claro de continuar con la tónica y visión estadounidense respecto de la migración centroamericana de los últimos 8 años que es la desincentivación, o en inglés: “determent”. Únicamente que esta vez no con medidas draconianas como condiciones de tortura en los centros de detención, ni la bajeza de separar menores de sus progenitores, sino, una estrategia de burlar el compromiso de mantener en su país a los solicitantes de asilo mientras esperan su proceso.
Desde ya, Trump celebra su victoria. Su aún secretario McAleenan se jacta de que las aprehensiones en frontera han disminuido 86% en los últimos meses. A un año de la elección, los trumpistas, confiados de su palabra, celebran lo que inició con el regalo político del presidente guatemalteco, que se allanó –o quizás incluso se ofreció- a ser un tercer país seguro. Mientras estén vigentes estos acuerdos, puede preverse una merma en el flujo migratorio. Pero si es cierto que la migración forzada tiene su origen en causas políticas, económicas y sociales mucho más profundas y complejas, habremos de esperar que los pueblos expulsados encuentren nuevos caminos, como lo han hecho antes, para buscar un mejor futuro que el que le ofrecen sus países de origen. Terceros países seguros: una despiadada genialidad o populismo barato puro. Solo el tiempo lo dirá.
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