Todos los miles de millones de quetzales destinados a obras de educación, saneamiento, nutrición, salud materna o proyectos productivos que no llegaron a concretarse o quedaron a medias debido a que fueron desviados, malversados, desperdiciados en sobrecostos o simplemente robados en las últimas dos décadas constituyen una infamia cuya consecuencia moral recae sobre cada uno de esos funcionarios que faltaron a su juramento, en cualquier nivel, que se cebaron a partir de las necesidades de desarrollo del país.
Los frutos de esa mezcla de ineficiencia, latrocinio y relativismo en el servicio público ha sido una de las principales causas del escaso, por no decir inexistente, avance en la consecución de metas de desarrollo humano. No se trata solo de cifras y números, sino de historias reales de dolor, precariedad y sufrimiento. No son presentaciones con gráficas digitalizadas para justificar una plaza burocrática, sino consecuencias tangibles y patéticas en comunidades en donde no hay trabajo, no hay comida y no hay perspectivas de cambio.
La tragedia del estancamiento del desarrollo humano de Guatemala no tiene un nombre, tiene muchos nombres y muchos apellidos. Se llama Jakelin Caal Maquín, la niña que vivió su séptimo cumpleaños muy lejos de su aldea natal en Alta Verapaz, debido a que iba en ruta, junto con su padre, hacia Estados Unidos, país en el cual murió bajo detención migratoria; se llama Claudia Gómez, la joven quetzalteca de 19 años que murió baleada por un policía migratorio en Laredo, Texas, en mayo de 2018; se llama Carlos Gregorio Hernández, el muchacho de 16 años que salió de Olopa, Chiquimula, con la esperanza de poder encontrar trabajo y futuro en el país del norte.
Y así se podría continuar con una lista de miles y miles de nombres, no solo de migrantes, sino de todos aquellos ciudadanos que carecen de vías para mejorar sus condiciones de vida, factor que detonó un masivo éxodo en el último año. Subir un puesto en el Índice de Desarrollo Humano, en las actuales circunstancias, no es ningún logro, puesto que en 2016 el país estuvo en ese mismo lugar. Peor aún, la tendencia desde hace tres lustros marca un estancamiento, que se puede ver reflejado claramente en el repunte de la desnutrición, en la caída de la competitividad durante el actual gobierno y en la falta de planes de Estado para llevar desarrollo a todas las regiones del país.
El gobierno entrante tiene ante sí la expectativa de una nación cansada de los manejos antojadizos del erario. Su primer paso deberá ser establecer un riguroso criterio de austeridad del cual deben dar ejemplo los gobernantes; el segundo paso es marcar una agenda de prioridades de atención urgente a las regiones con mayores índices de pobreza pero el impulso de un marco jurídico que propicie un mejor clima de inversión que a su vez genere empleos y favorezca los emprendimientos. El desarrollo no es un discurso repleto de promesas que se lleva el tiempo; tampoco es un conjunto de estadísticas maquilladas ni es reinventar la forma de medir la pobreza para hacerla parecer menor de lo que es. El desarrollo del país es la provisión de herramientas técnicas, capacidades prácticas y perspectivas viables para que no haya más familias encerradas como criminales en tristes celdas de malla, para que no existan más adolescentes que deserten de la escuela por tener que irse a trabajar a un centro urbano, para que no se deba conmemorar más muertes de niños en una frontera inhóspita a la cual nunca debieron ir.
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