Eran los últimos años de la década de los 90. Bill Clinton, el demócrata que había sacado a los republicanos de la Casa Blanca, enfrentaba el que sería el momento más álgido de su doble mandato: el proceso de destitución que de igual forma se convirtió en uno de los asuntos favoritos de los tabloides.
Clinton estuvo a una votación de abandonar su presidencia por la trama Lewinsky. Un mandatario, una infidelidad, el segundo proceso de impeachment en la historia del país. Una mina de oro para la prensa sensacionalista y un robusto capital televisivo (todavía este expediente es materia de documentales e incluso una próxima serie televisiva).
Por ello, al mismo tiempo, y porque así es la política, tan dependiente de la opinión pública, el entonces presidente de Estados Unidos tomó decisiones que, si bien eran altamente cuestionables, le aseguraría un desvío de atención suficiente que aminorara la presión del Congreso.
Así, Irak se convirtió otra vez en el blanco de una operación militar.
El discurso del enemigo, el de las armas, el de la defensa de las Fuerzas Armadas, operó estratégicamente para que la prensa pasara de los explosivos titulares sobre el affair Lewinsky a las explosiones en el territorio del mundo árabe.
Años después, un desaprobado George W. Bush aprovechó lo más que pudo la tragedia del 9/11.
Otra vez, el discurso patriota apareció para validar un mandato al que le urgía una narrativa que lo ubicara como un líder. Pocas direcciones tan precisas como la que lleva al miedo y paranoia colectiva.
Esas armas nucleares que justificaron la intervención, jamás aparecieron. Todo lo relacionado con Al Qaeda ha salido de Washington.
Tantos años después y el cuerpo de un derrotado Osama bin Laden es solamente una postal del imaginario que sólo se dibuja a partir de lo expresado por el Pentágono. Pero todo sirvió para que W. Bush terminara su gobierno como el presidente que defendió su país y a sus ciudadanos.
3 de enero, tercer día del 2020 y el mundo despertó en alerta. Estados Unidos asesinó a un líder iraquí al que responsabiliza de la muerte de cientos de militares y ciudadanos, ni más ni menos que uno de los halcones del régimen iraní.
La salida de Donald Trump de los Acuerdos de Teherán, hace varios meses, originó la tensión que se vivió en últimos días en su embajada en Bagdad, donde fue ejecutado Qasem Soleimani, tras la irrupción de manifestantes locales, algunas de las causales que llevaron al presidente de Estados Unidos a ordenar el despliegue de al menos tres mil militares en esa región del mundo. Eso, y la amenaza de Irán de una respuesta que llegará en el “lugar y momento indicados…”.
Y esta escalada se llevó los titulares en el mundo el primer viernes del año. El discurso de defensa (y justicia) al pueblo estadunidense regresa.
Nada como la tensión bélica para redireccionar reflectores. El mismo Donald Trump tuiteaba ayer una bandera estadunidense. Una guerra podría declararse, y él estará ahí para defender su país. Y con ello, tal vez y si es que tiene suerte, obligará al Senado a retrasar lo más posible la sesión faltante para concretar su destitución.
Aunque la mayoría republicana le asegure el voto contra su salida de la Casa Blanca, a ningún mandatario le viene mal una distracción. Menos aun cuando se logra con una razón ya probada
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