Una nueva caravana de migrantes centroamericanos llegó a Guatemala para alcanzar la frontera con México y desde ahí tratar de cruzar hacia los Estados Unidos. Más de cuatro mil personas huyendo de la violencia, la pobreza, el hambre y la falta de oportunidades.
Como escribió alguien en las redes sociales, “no buscan el sueño americano, huyen de la pesadilla centroamericana”. Las crónicas de los colegas periodistas que cubren su recorrido y los testimonios que recogen las organizaciones que les dan acompañamiento e intentan velar porque les sean respetados sus derechos, no dejan lugar a dudas. Se ven obligados a migrar. Se van de sus países porque no tienen otra opción.
“No puedo regresar a Honduras”, decía una joven mujer cargando a una niña pequeña. “Si nos devuelven, nos matan. Nos la tienen jurada”, le explicaba a un reportero antes de cruzar el río Suchiate. Así de duro, así de dramático. Ella y su pareja —los dos jóvenes— con una bebé de dos años, arriesgando la vida para salvar la vida. “No queremos que nos regalen nada”, decía otro muchacho que viajaba solo. “Lo que pedimos es que nos dejen trabajar”. Su historia, como la de tantos otros, refleja la angustia por una madre enferma que no se puede curar porque no le alcanza para la medicina y el tratamiento. “De ahí, cuando junte lo suficiente, me vuelvo”, decía, “yo me hinco, les ruego para que me dejen pasar”.
Y así, una tras otra, podríamos narrar las causas detrás del éxodo de miles de migrantes de nuestros países fallidos, de desigualdades históricas, de políticos corruptos y de élites chambonas y avorazadas, que quieren todo para sí y sacan ventaja abusiva de sus privilegios. Porque al final del día, cuando se hacen las cuentas, resulta que son las remesas enviadas por las y los migrantes las que sostienen en buena parte las economías locales y las nacionales.
Pero en este, como en tantos otros temas, nos enfrentamos a la esquizofrenia de los relatos. Porque vaya si no se ha instalado también en nuestro país esa idea de los “bad hombres”, que acuñó el xenófobo presidente estadounidense para justificar el odio, la persecución y la violencia de sus políticas antiinmigrantes.
Nosotros también tenemos nuestros propios “Trumps” que desprecian, calumnian y descalifican las caravanas de migrantes tildando a quienes las conforman de “violentos, criminales y haraganes” para justificar los malos tratos y la represión.
Esos discursos cargados de odio y descalificación solo alimentan la discriminación y la xenofobia contra las personas migrantes y también contra quienes les tienden la mano. Las amenazas al padre Mauro Verzeletti y al personal de la Casa del Migrante nacen precisamente de ahí. Y no hace falta explicar la gran responsabilidad que tienen en esto quienes utilizan los micrófonos, las cámaras y sus plumas para generar y aumentar la violencia y el maltrato hacia las personas que migran.
Por supuesto que para resolver la crisis migratoria que estamos enfrentando se precisan de acciones integrales que, en primer lugar, atiendan las causas que están provocando la migración masiva. Y por supuesto, que eso es una responsabilidad de los gobiernos de los países que expulsan a sus habitantes.
Pero esto no quita el nefasto papel que Donald Trump ha jugado por la vía de la violencia, el chantaje y la extorsión. Tampoco, la deplorable actuación del gobierno de Andrés Manuel López Obrador contra esta última caravana de migrantes. Utilizar la represión y la criminalización —respondiendo de esta manera a la presión del gobierno gringo— violenta los derechos humanos, rompe la histórica tradición de México hacia las personas migrantes y refugiadas y contradice la esencia de un gobierno progresista y de izquierdas. Ese nunca puede ser el camino.
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