Biden, Harris and Latin American Diplomacy

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Estas elecciones presidenciales en Estados Unidos se producen en el momento más grave del caos global del siglo XXI. Nunca antes, desde el fin de la Guerra Fría, instancias multilaterales y organismos internacionales se vieron tan deteriorados. Al ascenso o la consolidación de populismos autoritarios, que descreen de los acuerdos y las normas transnacionales, se han sumado la pandemia del coronavirus y una nueva crisis económica, que orillan a los Estados al aislacionismo.

En América Latina y el Caribe es este, también, el momento de más baja concertación regional desde las transiciones democráticas de los ochenta. Las razones de esa depresión del integracionismo son bastante conocidas: agotamiento simultáneo de modelos neoliberales y neopopulistas, crisis paralela de derechas e izquierdas tradicionales, estallidos sociales en democracias de diversas calidades, diferendos irresueltos en torno a regímenes como el venezolano o a golpes de Estado como el boliviano.

Los orígenes y causas del desplome del integracionismo latinoamericano se ubican en las propias fracturas de la región desde mediados de la década pasada. Pero es perfectamente documentable que, en los últimos cuatro años, el Gobierno de Donald Trump ha atizado la disgregación de América Latina y el Caribe. Trump enlazó en un mismo discurso una visión racista, xenófoba y colonial de América Latina y un relanzamiento del macartismo, dirigido contra todas las izquierdas, a las que define como “comunistas” o “socialistas”. Esa doble predisposición ideológica lo llevó a establecer una relación prioritaria con algunos líderes de la derecha regional, como Jair Bolsonaro y Jeanine Áñez, que comparten los mismos estereotipos, y con otros, también de derecha, como Iván Duque y Sebastián Piñera, sobre premisas más instrumentales.

Asombrosamente, Trump desarrolló una buena relación con uno de los dos líderes fundamentales de la izquierda poschavista en América Latina. No con Alberto Fernández, sino con Andrés Manuel López Obrador, el presidente mexicano que logró negociar con Washington un nuevo tratado de libre comercio y viajó a la Casa Blanca a celebrarlo. La amistad entre AMLO y Trump, después de tantas ofensas a México y los mexicanos del magnate de Nueva York, es la mejor prueba de lo afianzada que está la conexión con EE UU en la propia izquierda hegemónica mexicana.

La presidencia de Trump ha sido desastrosa para América Latina y el Caribe. El racismo, la xenofobia y la misoginia han encarnado en una política migratoria sumamente onerosa para Centroamérica, México y la comunidad caribeña, y ha alentado a las derechas reaccionarias al sur del Río Bravo. Trump revocó algunos avances en la lógica interamericana como la normalización con Cuba, la flexibilización del embargo comercial contra la isla y el entendimiento de América Latina como una región políticamente plural. La fórmula demócrata Joe Biden-Kamala Harris podría abrir la puerta a una reformulación de la política de EE UU hacia América Latina y el Caribe, que restablezca la plataforma interamericana sobre nuevas bases. Ambos políticos acumulan en sus trayectorias aproximaciones al sur del continente que permiten augurar un giro, tal vez menos pronunciado de lo deseable, en relación con la política migratoria, la estrategia frente a Gobiernos autoritarios, la inversión para el desarrollo, la promoción de energías limpias y la colaboración en materias de seguridad y combate a la corrupción.

De proponerse seriamente ese giro, la nueva Administración tendrá que evitar el vínculo ideológicamente sectario con unos pocos Gobiernos y buscar interlocución con la mayoría del continente. El Gobierno de López Obrador será de los primeros en ser convocado a un relanzamiento de la agenda bilateral. Lo mismo podría decirse del argentino o el peruano, sin que ese desplazamiento implique necesariamente distancias con Gobiernos de derecha como el brasileño, el chileno o el colombiano. Tan sólo un cambio en el lenguaje de la presidencia de EE UU tendría un efecto positivo en las relaciones con América Latina y con la comunidad migrante. Si se reinstaura el tono de respeto y se profundiza por medio del diseño de políticas que no atenten contra la soberanía nacional de sus vecinos y asuman la pluralidad de la región como ventaja, se avanzaría mucho en el momento inicial de erradicación de la pandemia.

Un nuevo diseño de la política de EE UU hacia Latinoamérica que se proponga ir más allá del trato de la presidencia de Obama favorecería la integración regional. La diplomacia latinoamericana debería ver, en ese escenario, más oportunidades que amenazas, y aprovechar la distensión para retomar la ruta de la unidad en la diversidad y del diálogo hemisférico.

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