Mañana oficialmente darán inicio las campañas electorales en Estados Unidos. Un primer debate entre los dos candidatos, el presidente Donald Trump y el aspirante Joe Biden, supone el inicio del tramo final. La última milla. Las apuestas están muy reñidas y el pronóstico sobre lo que pasará el próximo 3 de noviembre resulta difícil de hacer. El próximo 3 de noviembre en Estados Unidos se elegirá al presidente que ocupará el Despacho Oval por los próximos cuatro años. Hasta este momento, esta figura sigue siendo uno de los últimos referentes del mundo que conocíamos y es el puesto que aún nos permite ver dónde se encuentra el poder. Estados Unidos es el único país que entiende y cultiva su presencia, primero por su historia, después por sus dólares, su tecnología y, cuando todo esto falla, por sus soldados. Y es que en un mundo tan desconcentrado como este –donde todo es posible– la fuerza sigue siendo un elemento clave al momento de establecer relaciones, ya sea con aliados, enemigos o bien con potencias distantes. A pesar de ello, desde 1945, la historia reciente de Estados Unidos, más allá de ser una historia de éxito, ha sido una historia protagonizada por el fracaso.
El escenario en el cual se desarrollará esta elección es muy claro. Donald Trump ha mandado ‘al diablo’ a las instituciones y lo ha hecho de la misma manera en la que antes lo hizo su actual colega, el presidente Andrés Manuel López Obrador. Ambos son sistemas políticos basados en la desconfianza como sistema y bajo el hecho casi divino de que todo lo que no sea una victoria suya, significa una estafa para su pueblo. Con esta premisa y con el pronunciamiento emitido por Trump sobre que no aceptará ni facilitará una posible transición de poder, es importante señalar que esta situación puede tener dos efectos: buscar llenar cuanto antes el sitio dejado por la mítica jueza Ruth Bader Ginsburg en la Corte Suprema, o bien, que sus propias actitudes y su gobierno basado en dudar, en acabar con las instituciones y en generar reacciones predominadas por el odio, movilicen de tal manera a la sociedad estadounidense para que el resultado de las próximas elecciones sea inapelable desde el primer momento.
¿Ganará Donald Trump o Joe Biden? Personalmente me inclino a creer que tiene más posibilidades Biden, pero, sea quien sea, el ganador no será capaz de alterar un hecho fundamental, que es seguir repitiendo las políticas impuestas por Donald Trump. Y es que el daño e impacto que han tenido las acciones de Trump pareciera que son irreversibles. Nadie es capaz de saber si habría más o menos muertos a causa del Covid-19, si Trump y su manera particular de hacer las cosas no hubieran ocupado la Casa Blanca durante esta crisis. Pero lo que sí se sabe es que hemos llegado al final del espectáculo y que, al final de éste, la deflexión es lo que más impera dentro del pueblo estadounidense. De momento da la impresión de que esta elección, sobre todas las cosas, es una elección que –con independencia de lo que pase en Florida, Texas, Pensilvania, Ohio o Wisconsin– en definitiva demostrará al próximo ocupante de la Casa Blanca el hecho de que ya no es posible seguir manteniendo a los Estados Unidos de América con una situación de dicotomía tan profunda como es la falta de seriedad entre lo que dicen ser y lo que realmente son.
Habíamos llegado a un punto en el que la corrupción, la ineficiencia, las sagas y el agotamiento del sistema político permitió un voto de castigo, una irrupción de lo nuevo y una capacidad de ofertar una manera distinta de hacer las cosas a lo acostumbrado por los políticos tradicionales en el mercado. A pesar de ello, el balance del ‘trumpismo’ no puede ser peor. Desde la Guerra Civil, Estados Unidos no había vivido nunca una situación de encono y enfrentamiento como la actual. Esta situación en parte se debe al alimento irresponsable e indiscriminado de lo peor que aqueja a los pueblos, que es aquello que termina provocando las guerras civiles.
Estados Unidos está sumergido en una crisis total de valores y en una crisis como modelo de país. Pero además tiene una crisis que se asemeja a una especie de guerra civil abierta y que pone en duda las capacidades para establecer el orden por quien debería de asegurar que Estados Unidos fuera un país donde la ley imperara por sobre toda ideología, preferencia u odio. Contrario al deber ser, hoy Estados Unidos es liderado no sólo por uno de los principales alteradores de la ley, sino que también por un personaje que es partícipe de la máquina infernal que diariamente permite que el odio racial vaya en incremento. Sin embargo, le guste o no a Donald J. Trump, todo eso no lo inventó él. Pero su manera de entender la vida, su manera de ser, su origen y sus políticas han alimentado esa maquinaria infernal. Y todo eso veremos qué tanto influye o qué efecto tendrá en las elecciones del próximo 3 de noviembre.
En las próximas elecciones, Estados Unidos no solamente se juega la credibilidad de su sistema, mismo que el Presidente ya niega, sino que también se disputa su capacidad de supervivencia. Y es que no sólo está en juego lo promulgado en los libros sagrados de la Constitución y el ejemplo de los Padres Fundadores, sino que también se disputa la fortaleza que significaba ser el líder del mundo. Un liderazgo basado en el triunfo del gobierno guiado por las leyes y por el éxito del experimento democrático. Esta elección se celebra en medio del cuestionamiento masivo de la actitud de aquellos que están destinados a mantener la ley y el orden. Un ejemplo de esto es la crisis que afecta al sistema policial en Estados Unidos, que es mucho más profunda de lo que se puede ver, considerando que lo que se ve ya es bastante espantoso.
Siempre me ha llamado la atención la cama tan bien puesta del odio y de la discriminación social y racial tan fuerte que radica en Estados Unidos y que forma parte de su ADN. Antes el racismo y el odio civil era predominantemente blanco, ahora –y después de haber tenido un presidente afroamericano que no se caracterizó por fomentar la integración de las razas y sociedades– tenemos un odio y una explosión racista que es practicada por igual entre la raza blanca y la raza negra. Y en medio de todo se encuentra lo que alguna vez fue la sociedad estadounidense, su historia, la admiración y el respeto que se tenía ante esta sociedad.
Mi apuesta es clara y no porque me guste. Teniendo en consideración todos los datos, los cambios, el funcionamiento, pero sobre todo el miedo que está impregnado en la sociedad estadounidense, es que veo un triunfo por parte de Joe Biden. Sin embargo, el miedo siempre es violento y el actual presidente es un experto al momento de usarlo para su propio beneficio, lo cual es un factor que al final podría permitirle ser reelecto. Sea quien sea el ganador en la próxima carrera presidencial, tengo la impresión de que el resultado será muy parejo y no será teniendo un panorama similar a lo que sucedió en 2016, donde el voto popular se concentró en un lado, mientras que el resultado de los colegios electorales se inclinó hacia el lado contrario.
Al final de todo, es fácil de saber cuál es el legado de Trump a su pueblo: una crisis económica motivada por la pandemia, pero que también se dio por la forma en la que ésta fue manejada por el presidente estadounidense. Pero, realmente, sobre todo, la mayor herencia que Trump le dejará a su pueblo es una crisis de identidad total impregnada en todo miembro e institución que puede decir que forma parte de los Estados Unidos de América. Por si acaso, conviene ir recordando que –como tramposo consumado que es– antes de su declaración frontal contra las instituciones, el presidente Donald Trump ya se ha encargado de ir quitándole toda posibilidad de supervivencia, por ejemplo, a la validez o la discusión que se defina con el voto emitido por correo. Este es un momento en el cual la principal reflexión es dirigir los posibles resultados electorales a lo que realmente está en juego. Y lo que realmente está en juego el próximo 3 de noviembre es la supervivencia de las sociedades, especialmente en Estados Unidos.
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