No es una elección más: el martes 3 tendrán lugar los comicios en EE.UU. en un contexto de extrema polarización, luego de una campaña muy sucia que implicó un gasto exorbitante (US$11.000 millones) que podría derivar, en ausencia de un ganador indiscutido, en un largo y engorroso litigio sobre el recuento de votos en algunos Estados caracterizados según los sondeos por la paridad en las preferencias de sus votantes. Más aún, predominan interpretaciones dramáticas sobre sus implicancias.
Los fanáticos de Trump están alarmados por una eventual victoria demócrata: consideran que llevaría a un giro al socialismo y al estatismo extremo. Para los sectores más progresistas (“liberales”, en la jerga local), intelectuales, artistas y académicos, su reelección implicaría el fin virtual de la democracia.
Los fanáticos de Trump están alarmados por una eventual victoria demócrata: consideran que llevaría a un giro al socialismo y al estatismo extremo. Para los sectores más progresistas (“liberales”, en la jerga local), intelectuales, artistas y académicos, su reelección implicaría el fin virtual de la democracia. Estas posiciones extremas coinciden en algo importante: el triunfo de su respectiva némesis pondría en juego la libertad y el Estado de Derecho, que ambas dicen defender.
Hasta el Financial Times aseguró que se trata de la elección más trascendente desde la que, en 1932, consagró a Franklin D. Roosevelt en medio de la Gran Depresión mientras el mundo se encaminaba hacia la Segunda Guerra Mundial. Según este prestigioso medio, una victoria republicana aceleraría la retracción de EE.UU. y la destrucción del horadado sistema internacional surgido bajo su impronta y liderazgo luego y como consecuencia del triunfo de los aliados. También advierte que si Joe Biden resultase ganador, deberá hacer enormes esfuerzos para contener y comenzar a revertir su avanzado deterioro. Tanto en términos domésticos como internacionales, la mayoría de los observadores ven en estos comicios un potencial punto de inflexión, aunque con lecturas contrapuestas respecto de su dirección y sentido.
Los candidatos fueron protagonistas centrales de esta peculiar campaña. En especial Trump, que en estos últimos cuatro años logró alinear a buena parte del Partido Republicano, siempre envuelto en polémicas de todo tipo, incluyendo las relacionadas con potenciales conflictos de interés, el manejo de sus finanzas y eventuales maniobras de planificación y “elusión” tributaria. Con su estilo pendenciero, abrasivo y muy personalista (también nepotista: sobresalen las figuras de su yerno Jared Kushner y de su hija Ivanka, a quien muchos ven, a la Fujimori/Le Pen, como posible sucesora), hiperquinético y con una dinámica bastante caótica en términos de gestión, busca apalancarse en la bonanza económica prepandemia y en la fabulosa recuperación actual, su compromiso con los sectores más conservadores (materializado en la designación de tres jueces en la Corte Suprema consustanciados con esos valores), los conceptos de ley y orden frente a las movilizaciones y desbordes de los últimos meses (protagonizados por organizaciones como Black Lives Matter y Antifa) y sus sorprendentes logros en materia de política exterior (en particular, en Medio Oriente). Lo jaquean, por otro lado, el resurgimiento del conflicto racial y la visibilidad de grupos violentos de extrema derecha, que nunca condenó de forma clara y contundente, así como el ala moderada de su partido, que en gran medida apoya a Joe Biden y financia el Lincoln Project (lincolnproject.us), una iniciativa comunicacional innovadora orientada a convencer a votantes republicanos de inclinarse por el candidato demócrata. Finalmente, inusual en un incumbente (candidato que busca su reelección), Trump fue menos exitoso para recaudar fondos que Biden, que gasta bastante más en avisos de radio, televisión y medios digitales.
Con sondeos que lo muestran favorito en términos del voto popular y, mucho más importante, en algunos de los estados claves (Florida, Arizona, Pensilvania, Michigan, Minesota y Wisconsin, con la situación mucho más pareja en Carolina del Norte, Iowa y Ohio, mientras se registra una ventaja “roja” en Texas), Biden se afirmó como el candidato a vencer. Evitó que se instalaran dos potenciales debilidades: que su edad y supuestos problemas cognitivos generaran dudas respecto de la fortaleza de su liderazgo y que ahuyentaran al votante moderado los sectores más radicalizados de su partido (liderados por los senadores Bernie Sanders y Elizabeth Warren y la representante Alexandria Ocasio-Cortez, una de las figuras más carismáticas y controversiales de la nueva generación que irrumpió en el Congreso en 2018).
Los demócratas apuestan a reconstruir la amplia y diversa coalición que 12 años atrás consagró presidente a Obama, incluyendo a los jóvenes y a múltiples minorías, en especial los africanos-norteamericanos (cuyo voto puede resultar crucial por ejemplo en Florida), cuya posterior desarticulación constituyó uno de los factores que explican la derrota de Hillary Clinton en 2016.
El propio Obama irrumpió en el tramo final de la campaña como si fuera el candidato, con una agenda de eventos incluso más intensa que la de su excompañero de fórmula. En este sentido, resultó también crucial el papel de Kamala Harris, candidata a vicepresidenta y una de las figuras con mayor proyección para suceder a Biden (muchos pretenden que Michelle Obama también compita). La campaña estuvo centrada en feroces críticas al manejo de la pandemia, el desastre económico que generó, el cambio climático (negado por Trump a pesar de los incendios sin precedente que afectaron a los estados del oeste) y dos cuestiones derivadas de la nueva composición de la Corte: la amenaza de que se revierta el derecho al aborto (el famoso caso “Row versus Wade”) y que virtualmente quede desmembrado el Obamacare, la política de salud más igualitaria creada hace una década y que obliga a las aseguradoras a reconocer enfermedades preexistentes. Es tal la sensibilidad que esto produce entre los demócratas que ya solicitan que Biden envíe al Congreso, en caso de erigirse triunfador, un proyecto de ley para aumentar el número de los integrantes de la Corte y diluir la actual mayoría conservadora. La latinoamericanización de la política norteamericana es asombrosa.
A pesar de que los números sugieren una mayor probabilidad de victoria para Biden, prevalece la cautela entre sus partidarios, en especial luego de la paliza que les propinó Trump hace cuatro años, y una moderada esperanza entre los republicanos, relacionada con el supuesto voto oculto (gente a la que en las encuestas le daría vergüenza admitir que votará por el presidente actualmente en ejercicio) y por la revitalización y el empoderamiento de los sectores religiosos más conservadores a partir de los cambios en la Corte y de los valores que impulsó Trump durante su gestión, que ratificó en campaña.
Desde el punto de vista sociodemográfico, en las grandes ciudades se apoya mayoritariamente a Biden, mientras que en las áreas rurales se inclinan por Trump. Los suburbios son territorios en pugna, con un aparente crecimiento en la intención de voto para Biden. El final está abierto: cada voto cuenta y la mirada está puesta tanto en los comicios presenciales del martes como en los votos adelantados y por correo.
Esta elección tiene el potencial de ser la última en muchos aspectos: seguramente, por una cuestión de edad, ni Trump ni Biden se presentarán nuevamente en el futuro; muy probablemente no volvamos a asistir a una contienda entre dos hombres blancos septuagenarios representando a los dos principales partidos y, esperemos, no habrá más pandemia la próxima vez que el pueblo norteamericano concurra a las urnas para elegir al que todavía es el líder más poderoso de este turbulento planeta.
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