Gringo

<--

Antes de aceptar que los trabajadores de la bananera tuvieran letrinas y servicios médicos, míster Brown volteó a ver por la ventana hacia aquel desértico Macondo. “Se los prometo pero cuando haya dejado de llover”, dijo. Y de inmediato se desató un aguacero que duró cuatro años, once meses y dos días.

Como de ese gringo en “Cien años de Soledad”, hemos leído sobre otros de nefasto efecto en las mejores páginas de la novela latinoamericana; esta tarde desmemoriada se me vienen ese y un Míster Chapy de Jorge Icaza cuyas peticiones al patrón desataron la masacre final en “Huasipungo”, no por mala fe sino sólo por negocios. Es que “los gringos no son de aquí ni de allá, sino que son del billete, esa es su patria”, escribió José María Árgüedas, lapidario respecto de los estadounidenses y su papel en la conformación de los regímenes del altiplano.

Pero ni el García Márquez más feroz se habría imaginado a Donald Trump. Quizá el saliente presidente de los Estados Unidos no haya sido peor que Truman, Johnson o Nixon ni más recalcitrante que Reagan, pero en lo que toca a la relación con el resto del mundo, sus manierismos ilustraron a la perfección una de las vigas fundamentales del pensamiento político norteamericano: la creencia en la predestinación.

Trump ha sido en muchos sentidos el vocero de nociones políticamente incorrectas y tristemente populares en todos lados; la narrativa de levantar muros (sin eufemismos) para contener la inmigración, que todos los refugiados del Medio Oriente son terroristas sí o sí o que no hay nada más peligroso que poner a trabajar a las mujeres, aunque superlativa, recrea un chauvinismo que no es esencialmente estadounidense. Misoginia e intolerancia disfrazada de patrioterismo la hay en todos lados, como nos lo ilustran algunos de los peores especímenes de la política criolla cada vez que pueden.

Más específica de su nacionalidad es la idea de que Estados Unidos está predestinado a liderar al mundo y que si no es posible hacerlo inspirando, como le quedó dolorosamente claro a Woodrow Wilson hace más de un siglo, pues entonces será por la fuerza. En lo que a América Latina corresponde, esa convicción que algunos consideran imperialista y otros expansionista es apenas un mínimo elemental de seguridad territorial para la mayoría de norteamericanos desde los años de la doctrina Monroe.

El matiz, enorme, es que hace dos siglos el “motto” “América para los americanos” estaba referido a contener el colonialismo europeo, y en la presidencia de Trump como seguramente ocurrirá en la de Biden, significa no ceder más metros del patio trasero a la China de Xi Jinping.

¿Hay otros modos de desarrollar la política exterior? Posiblemente, pero para qué hacerlo si no es mostrando tu virulencia, tu fuerza, incordiando todo lo que se pueda, llevando la argumentación a un punto en el que ya no cabe la dialéctica sino sólo la pasión. Trump, presbiteriano de pura cepa, lo hizo además razonando que no había por qué esconderse cuando lo que le asiste a él como a América es que el rumbo no es histórico sino una prerrogativa, un derecho natural, un destino.

Son ideas que no se comparten mientras te tomas un café y de las que millones de estadounidenses abjurarían cualquier día de la semana pero en boca de un líder que se declara más autocrático que democrático, dispuesto a pisotear las libertades de los distintos para defender las de sus iguales -un “iguales” tan difuso que hasta miembros de las minorías más vejadas creen caber en esa categoría-, esas declaraciones pueden conectar en un nivel muy profundo o de la cabeza o de las vísceras. Y por eso, más de 70 millones de sus conciudadanos le dieron su voto hace algunos días.

Trump se irá siendo Trump, dejando detrás suyo los efectos de una estampida de búfalos. Y Biden llegará entre vítores, que se mantendrán hasta que otra vez nos comience a llover en Macondo.

About this publication