A series of executions of prisoners casts an even darker shadow over a transition marked by a controversial foreign policy and a challenge to democracy.
If Donald Trump’s first weeks in the White House showed multiple signs of being chaotic, the last are proving to be gloomy and dangerous. In a context of reckless erosion of democratic institutions — with false accusations, controversial foreign policy decisions and political violence as a natural outgrowth after years of polarizing rhetoric — there is also the decision, without precedent in recent history, of carrying out executions during the presidential transition, after an election defeat and before Joe Biden is sworn in. This way, Trump breaks with a long tradition which ended in July, the 17-year moratorium on the execution of inmates sentenced to death under federal law — which is not dependent on the states.
Last week, two men were executed in just two days. On Thursday, 40-year-old Brandon Bernard, the youngest prisoner to receive the federal death penalty in seven decades, was given a lethal injection. The following day, 56-year-old Alfred Bourgeois died by the same procedure. A third inmate was executed in November, and another three death sentences issued by federal courts are expected to be carried out before Jan. 20. If that happens, Trump would become the president who has allowed the most death sentences in more than a century, allowing this to happen 13 times since July.
This is a real tragedy for many reasons. The first is the inhumanity of a punishment that is broadly limited, if not totally abolished, in most of the world’s democratic countries. But it also overturns an 18-year decline in implementing capital punishment in the U.S. There are currently about 2,500 imprisoned Americans waiting on death row. About 50 of them are waiting in federal prisons. In the case of state prisons, it is possible for governors to grant a pardon and commute an execution until the very last second. For federal prisons, however, this is the prerogative of the president. Not only has Trump not exercised this prerogative, but he has allowed death sentences to be carried out knowing that the voters have already picked another president, someone who — after supporting the death penalty for a long time — is now against capital punishment.
This attitude on the part of the American leader is hardly surprising. Consistent with his scorched-earth policy, Trump is doing the worst possible damage to institutions and coexistence in the U.S., where outrageous incidents of political violence are taking place — such as Saturday night’s clashes in Washington. However, while institutions and coexistence can both be restored, the lives of those executed are irreplaceable.
La siniestra recta final de Trump
Una serie de ejecuciones de presos oscurece aún más una transición marcada por una polémica política exterior y el cuestionamiento de la democracia
Si las primeras semanas de Donald Trump en la Casa Blanca dieron numerosas muestras de ser caóticas, las últimas se están demostrando sombrías y peligrosas. En un contexto de irresponsable erosión de las instituciones democráticas con falsas acusaciones, de polémicas decisiones en política exterior y de violencia política fruto natural de años de retórica polarizadora, se suma la decisión, sin antecedentes en la historia reciente, de llevar a cabo ejecuciones durante el periodo de transición tras la derrota electoral y antes de que tome posesión Joe Biden. Trump rompe así una larga tradición, después de haber acabado en julio con la moratoria que se mantuvo durante 17 años a las ejecuciones de presos condenados a muerte en el circuito federal —que no depende de los Estados—.
La semana pasada, en apenas dos días, dos hombres fueron ejecutados. El jueves, Brandon Bernard, de 40 años, el preso más joven al que la justicia federal ha aplicado la pena de muerte en las últimas siete décadas, recibió una inyección letal. Al día siguiente, Alfred Bourgeois, de 56, murió por el mismo procedimiento. Un tercer preso fue ejecutado en noviembre; y otras tres sentencias de muerte emitidas por tribunales federales deberían llevarse a cabo antes del 20 de enero. De ser así, Trump se convertirá en el presidente que más condenas a muerte ha permitido en más de un siglo y lo habrá hecho en 13 casos desde julio de este año.
Se trata de una verdadera tragedia por muchas razones. La primera, la inhumanidad de un castigo ampliamente restringido, cuando no completamente abolido, en la mayor parte de las democracias del mundo. Pero además rompe una tendencia de descenso de aplicación en EE UU de la pena capital que ha durado 18 años. En la actualidad, unas 2.500 personas aguardan en el llamado corredor de la muerte de las cárceles estadounidenses. De ellas, medio centenar lo hace en prisiones federales. En las prisiones estatales el gobernador puede conmutar hasta el último segundo la ejecución como medida de gracia, pero en las federales este privilegio le corresponde al presidente. Trump no solo no lo ha ejercido, sino que ha consentido que las penas de muerte se ejecuten sabiendo que el electorado ya ha elegido a otro presidente que —tras haber sido durante largo tiempo partidario de la pena de muerte— es ahora contrario a la condena capital.
No puede extrañar esta actitud del mandatario. Coherente con su política de tierra quemada, Trump está causando todo el daño posible a las instituciones y a la convivencia en EE UU, donde se están produciendo episodios de violencia política —como los enfrentamientos del sábado por la noche en Washington— inauditos. Pero mientras las instituciones y la convivencia pueden restaurarse, las vidas de los ejecutados son insustituibles.
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