La ciencia es un empeño internacional, pero cada país tiene que contribuir según su riqueza
No sé a qué periodos históricos habría que remontarse para encontrar un gobernante tan contrario a la razón como el presidente saliente de Estados Unidos, Donald Trump. Empezó por embestir contra los principios básicos del periodismo, empezando por el gran periódico de su propia ciudad, The New York Times, y previsiblemente ha acabado por atacar a la propia ciencia, negándola, retorciéndola y manipulando a sus cabezas visibles, como el inmunólogo Anthony Fauci, su propio asesor pandémico. El jefe de sus estrategas durante el primer año de mandato, Steve Bannon, ha llegado a proponer en estos meses decapitar a Fauci y empalar su cabeza a la entrada de la Casa Blanca, junto a la del director del FBI. Bannon es más perturbador que un chat de militares retirados, pero da una idea del tipo de gente de la que se ha fiado el presidente. Bárbaros, ignorantes, salvajes, como decía el bardo Asurancetúrix cuando le colgaban de un árbol para impedirle tocar el arpa.
Los números, sin embargo, revelan que Trump fracasó en su ofensiva anticientífica. O bien, que decía una cosa y hacía otra, no lo sé. Durante los cuatro años de su legislatura, los presupuestos de los NIH (institutos nacionales de la salud), la mayor maquinaria pública de investigación biomédica del mundo, han aumentado un 33%, informa Science. Los del DOE (departamento de energía) han subido un 30%. También ha aumentado, aunque en menor medida, la financiación de la NASA y la NSF (fundación nacional para la ciencia). Los 9.000 millones de euros que Trump ha invertido en el desarrollo de vacunas solo tienen un posible parangón en China. Hay tendencias en Estados Unidos que no puede doblegar ni el líder del mundo libre. Buena cosa, al menos en este caso, ¿no es cierto?
La razón última de esa perseverancia en el estímulo a la investigación es puramente política. La derecha y la izquierda de Estados Unidos, los republicanos y los demócratas, tienen integrado en su genoma el valor inmenso que la ciencia ha tenido para su país. Esto me toca de cerca, porque el laboratorio que puso a Estados Unidos en la vanguardia mundial, hasta entonces dominada por alemanes, franceses y británicos, fue el de Thomas Morgan en Nueva York, el padre de la genética de Drosophila, a la que dediqué mi remota juventud. El consenso bipartidista, naturalmente, se consolidó con el Proyecto Manhattan para diseñar la bomba atómica, y el consiguiente trato preferencial a la física de partículas, de la que al final ha emergido la mitad de nuestro conocimiento del cosmos. A partir del descubrimiento de la doble hélice del ADN, la biología molecular y sus aplicaciones biomédicas han ido creciendo a ojos de los congresistas que deciden sobre la pasta. Por eso Estados Unidos sigue siendo el líder científico del planeta.
La razón de que España sea un agente científico marginal no es que los ciudadanos de este país sean especialmente torpes, sino que necesitamos fondos e inteligencia política para duplicar o triplicar nuestra inversión en investigación. La ciencia es un empeño internacional, pero cada país tiene que contribuir al esfuerzo en proporción a su riqueza. Estamos muy, muy lejos de eso.
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