Biden, the Pope and Catholic Tension

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La nueva presidencia no ha supuesto solo la entronización de un católico en el más alto nivel de la democracia norteamericana, sino también en otros altos cargos. Pero ¿qué significado posee este inédito estatuto político? Aun cuando Estados Unidos es una nación religiosa, el muro de la separación entre religión y política es infranqueable.

Los nuevos funcionarios no son unos desconocidos y poseen experiencia en la administración. Son Deb Haaland en Interior, Lloyd Austin en Defensa, Marty Walsh en Trabajo, Xavier Becerra en Salud, Tom Vilsack en Agricultura, Jennifer Granholm en Energía, Gina Raimondo en Comercio, Denis McDonough en Asuntos de Veteranos y John Kerry en Clima.

El problema consiste en que debido a los enfrentamientos por problemas urticantes, como el de género, la nueva administración es mirada por los católicos republicanos (más de la mitad del total) y por algunos miembros de la jerarquía con una enorme reticencia.

En el pasado cualquier católico hubiera elegido con los ojos cerrados un gobernante de su fe antes que a un protestante (y viceversa). Ahora preferirían sin pensarlo ver sentado a un republicano en esos sillones, sin importarles demasiado si pertenece o no a su propia confesión religiosa. La religión en cuanto tal ha resignado su prioridad.

La nueva situación pone al descubierto el hiato entre los fieles de sensibilidad conservadora que privilegian una cruzada contra la agenda de género (incluyendo el aborto) y los de talante progresista que centran su mirada en otros valores que consideran cruciales por el riesgo global que suponen para la humanidad, como por ejemplo el medio ambiente.

Algunos demócratas rechazan el orgullo LGTB en sus actitudes más radicales, pero no encuentran razones para prohibirlo, en cambio otros no solo no se oponen a su agenda, sino que la promueven aun en contra de las enseñanzas de la Iglesia.

De otra parte, hay que reconocer que sus oponentes conservadores, más preocupados por (lo que ellos entienden por) la ortodoxia doctrinal, minimizan cuestiones que tienen también una dimensión moral e involucran a la dignidad de la persona. El problema consiste en definir el rol de la religión y si ella puede hacer prevalecer criterios éticos cuando es la propia sociedad la que los rechaza como un contenido de su organización democrática.

Muchos documentos de la Santa Sede reivindican que la Iglesia tiene derecho a trazar juicios morales cuando estén en juego derechos fundamentales (por ejemplo la vida) y advierten a los fieles que en esos casos ellos no pueden prestarles su adhesión. Los conservadores exigen que la jerarquía intervenga en tales ocasiones, pero la pastoral de la Iglesia decidió hace rato que repartir excomuniones no es el camino más adecuado para la conversión de las almas.

La situación adquirió una alta tensión con motivo de la declaración con que la conferencia de obispos saludó la llegada de Biden al poder, que lejos de ser solo una expresión de buenos deseos, fue más allá porque puso sobre las íes –quizás un tanto apresuradamente– algunos de los puntos de dolor, dejando la llaga al descubierto.

Aunque el documento es sumamente cuidadoso y equilibrado, cayó como un rayo, al extremo de que algunas figuras de relieve de la propia Iglesia expresaron públicamente su desacuerdo por considerarlo inoportuno. El nudo es que el Papa muestra otra actitud con el nuevo presidente, pero no así la mitad de sus fieles norteamericanos. Si Biden insiste –como resulta previsible– en su postura proaborto, ¿qué hará Francisco?

Él ha advertido que la comunicación de la verdad evangélica a veces ha deformado su espíritu por un desborde activista fijado en cuestiones que no siempre son el lugar más importante de la vida cristiana. Pero también ha prevenido: no a la guerra entre nosotros, porque la unidad prevalece sobre el conflicto, y este no puede ser ignorado, sino asumido.

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