La hora del Estado
El proyecto de Biden supone un justo refuerzo de lo público en esta fase de crisis
Los primeros 100 días de la Administración Biden constituyen, en esencia, un poderoso proyecto de expansión y redefinición del papel del Gobierno y del Estado como respuesta a la sacudida sistémica de la pandemia. En clave estadounidense, se trata probablemente del mayor experimento en ese sentido desde el New Deal de Franklin D. Roosevelt y la Gran Sociedad de Lyndon B. Johnson. El esfuerzo de Biden cuenta con una impresionante movilización de dinero público canalizado en un igualmente impresionante abanico de acciones. Resulta importante también el hecho de que va acompañado de una explícita disposición a subir impuestos. En conjunto, no es nada más ni menos que el buque insignia de un proyecto socialdemócrata para este tiempo de desgarro social. En ese sentido, su significado transciende las fronteras de la primera potencia global.
En una visión progresista de la sociedad, ambas vertientes —reforzar la acción pública y apoyarla en un aumento de la recaudación— tienen un sentido indiscutible en una época de crisis y fuerte riesgo de incremento de la desigualdad como la actual. Tiene sentido invertir para proteger a los más desfavorecidos e insuflar oxigeno a la economía; y lo tiene evitar cargar toda la cuenta a la deuda futura. Esta reflexión general resulta especialmente válida en un país como España, que por un lado tiene un flanco débil especialmente pronunciado con su esclerótico mercado laboral —marcado por altas tasas de paro y precariedad— y, por otro, un nivel de recaudación inferior a la media de los países desarrollados —un 39% del PIB de presión fiscal frente al 46% de media de la zona euro en 2019, último año antes del desbarajuste pandémico—.
Este marco conceptual es tan poderoso que hasta instituciones poco sospechosas de instintos izquierdistas como el FMI abogan por nuevos impuestos de solidaridad para paliar el sufrimiento de los más golpeados por la crisis. El Fondo defiende unas tasas temporales que afecten a las rentas altas y a las compañías que han prosperado durante la pandemia. En términos más generales, Biden y los principales países europeos trabajan para fijar un marco que impida a grandes compañías multinacionales maniobras de ingeniería fiscal que les permiten pagar cifras irrisorias en proporción a sus beneficios.
En España, bastante se ha hecho por la vía de la protección social a través de los esquemas ERTE y el ingreso mínimo vital —los primeros habrá que prolongarlos; el segundo, ampliar su alcance—. La vía de la oxigenación de la economía tiene un balance desigual, con un positivo respaldo público a la concesión de créditos, y una tardía y posiblemente insuficiente reacción en función de ayudas directas. Los datos del mercado laboral publicados ayer, con la destrucción de unos 130.000 puestos de trabajo en el primer trimestre, muestran que hay mucho camino y sufrimiento por delante. Y los datos fiscales también conocidos ayer muestran que el tipo efectivo del impuesto de sociedades ha bajado en España del 19,1% al 8,3% del beneficio entre 1995 y 2020. Datos que hacen reflexionar.
La recuperación no será inmediata; el desgarro social puede minar la adhesión de parte de la ciudadanía al sistema y frenar su progreso por el mero hecho de torpedear los procesos formativos y la estabilidad de las perspectivas. El reto es pues doble. Rediseñar con inteligencia el perímetro de la acción del Estado para reactivar el progreso en esta fase aguda; y estar listos para formular un nuevo equilibrio cuando la pandemia haya pasado.
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