El rompecabezas de Biden en Centroamérica
Estados Unidos no puede atacar las causas de la inmigración cuando tiene como socios a gobiernos corruptos, empeñados en el retroceso democrático y en evadir a toda costa cualquier rendición de cuentas
Desde hace cuatro décadas, cada nueva Administración que llega a la Casa Blanca ha traído bajo el brazo planes e iniciativas para solucionar el problema de la inmigración irregular de centroamericanos a Estados Unidos; desde hace cuatro décadas, cada nueva Administración se ha dado de dientes contra la complejidad del problema, tanto en lo que respecta a los consensos internos para lograr una ley de reforma migratoria, como en lo relativo a las políticas destinadas a evitar que los centroamericanos abandonen sus países y enfilen hacia el rico vecino del norte.
El presidente Biden prometió en su campaña que invertiría 4.000 millones de dólares para hacer frente a las recurrentes crisis migratorias y, una vez tomó posesión del Ejecutivo, nombró a la vicepresidenta Kamala Harris como la encargada de manejar el problema, siguiendo la pauta del expresidente Barack Obama, quien durante sus mandatos encargó al entonces vicepresidente Biden la misma tarea. Esta pauta evidencia el alto nivel de importancia que tiene el asunto migratorio en la agenda de la Administración, pero al mismo tiempo libera al presidente de su probable, si no esperable, fracaso.
Como parte de su iniciativa, Harris visitó Guatemala y México, donde se entrevistó con los respectivos presidentes, Alejandro Giamattei y Andrés Manuel López Obrador, y también viajó a la ciudad de El Paso, Texas, donde se reunió con autoridades migratorias, representantes de organizaciones no gubernamentales e inmigrantes irregulares. El mensaje de Harris tuvo dos componentes: por un lado, advirtió explícitamente a los centroamericanos que “no vengan” de manera irregular a Estados Unidos porque serán deportados; por el otro, prometió atacar las “causas de raíz” de la problemática en los propios países del istmo, a través de la inversión económica y el apoyo a la institucionalidad democrática que estimule a la población a permanecer en sus países gracias al empleo y la seguridad.
La advertencia de Harris es un gesto político sin ninguna incidencia en los miles de centroamericanos dispuestos a arriesgar sus vidas en el viaje hacia el norte. Ni en los momentos más duros de la Administración Trump el éxodo se contuvo. Para aquellos desesperados y decididos a huir de las extremas condiciones de pobreza, corrupción y violencia que asuelan a las sociedades centroamericanas, poca diferencia hacen los discursos de republicanos o demócratas en cuanto a la amenaza de deportación. Basta con recordar que en los países del istmo el expresidente Obama es conocido como “el deportador en jefe”, y que esta percepción ha sido confirmada por los datos del Pew Research Center, según los cuales Trump no alcanzó la cifra de deportaciones realizadas por Obama. El éxodo, pues, continuará.
Al segundo componente del mensaje de Harris, atacar las “causas de raíz” de la problemática, no se le augura un mejor destino. Las élites políticas y económicas de los tres países (Guatemala, El Salvador y Honduras) que más expulsan gente hacia Estados Unidos tienen tal nivel de corrupción que hace impensable que una inversión millonaria mejore las condiciones de vida de esas sociedades; y el desmantelamiento de las instituciones democráticas corre parejo al de la corrupción.
En Guatemala, el presidente Giamattei, que fue acusado y encarcelado por el asesinato extrajudicial de siete reos cuando era director del sistema penitenciario en 2006, se ha rodeado de oscuros grupos militares y empresariales investigados por la desaparecida Comisión contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) formada por las Naciones Unidas; al menos tres fiscales que escrutaban casos de corrupción de estos grupos han sido obligados a salir al exilio. La situación en Honduras es más dramática: Estados Unidos tiene como interlocutor a un Gobierno cuyo presidente, Juan Orlando Hernández, ha sido señalado por una Corte Federal de Nueva York de estar vinculado al narcotráfico (su hermano, Tony, fue condenado a cadena perpetua por esa misma corte y por los mismos cargos).
Especial mención merece por su peculiaridad el caso de El Salvador. El presidente Nayib Bukele —con el apoyo y hasta entusiasmo de la mayoría de los votantes— ha desbaratado el sistema democrático salvadoreño, que era la culminación negociada de una guerra civil de diez años que costó 100.000 muertos. Treinta años de democracia se fueron al traste de un plumazo. Bukele acabó con la separación de poderes, acosa a los opositores y a la prensa, y ahora se propondría llamar a un referéndum para cambiar la Constitución y poder reelegirse a su antojo, tal como lo hicieron Chávez en Venezuela y Ortega en Nicaragua, pero sin la vociferación ideológica izquierdista de estos. Bukele se dio el lujo (llamado “desplante” en la prensa estadounidense) de no recibir al enviado especial para Centroamérica de la Administración Biden, Ricardo Zúñiga. Por lo pronto, Washington ha suspendido la ayuda militar y policial a El Salvador.
Sería iluso pensar, pues, que la Administración Biden podrá atacar las “causas de raíz” de la problemática de la inmigración ilegal de centroamericanos, cuando los tres gobiernos —electos o reelectos al calor de los tambores de Trump— están empeñados en el retroceso democrático y en evadir a toda costa cualquier rendición de cuentas. La vicepresidente Harris ha dicho que, para salvar el escollo de la corrupción gubernamental, la inversión económica se le dará directamente a la población a través de organizaciones no gubernamentales.
Esta iniciativa tiene dos puntos vulnerables. La tendencia de gobiernos autoritarios o dictatoriales a legislar en contra de las ONG a fin de declararlas “enemigas” de la nación y clausurarlas es generalizada en nuestro tiempo (Rusia, Hungría Bielorrusia, Venezuela, para mencionar algunos casos). En la misma Centroamérica, el régimen de Daniel Ortega ha arremetido contra fundaciones y organizaciones que fomentan los derechos humanos, la libertad de prensa y la cultura, y no solo las ha clausurado, sino que ha encarcelado a sus directivos o los ha obligado a salir al exilio (el periodista Carlos Fernando Chamorro es el ejemplo más representativo). No debe extrañar, pues, que Bukele y sus congéneres, que forman el llamado Triángulo Norte, enfilen pronto sus baterías contra estos organismos como parte de su embate autoritario.
El otro punto vulnerable tiene que ver con la supervisión de la entrega y la ejecución de los eventuales fondos millonarios a las ONG centroamericanas. Para esta labor, el Departamento de Estado apela a la contratación empresas de contratistas estadounidenses, lo que ha sido criticado por expertos en la materia, ya que en este tipo de modelo más de la mitad del dinero se queda en el camino y termina regresando a Estados Unidos, por los altos costos salariales y de funcionamiento asociados a las empresas de contratistas.
Visto con descarno, el problema de la inmigración irregular de centroamericanos a Estados Unidos no tiene solución en el corto ni en el mediano plazo. Los márgenes de maniobra de la vicepresidenta Harris son muy reducidos, más que los de Biden cuando asumió ese encargo del entonces presidente Obama, pues el deterioro democrático no era tan agudo como ahora.
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