Incompatibilidad de caracteres
El deterioro en las relaciones entre México y EE UU puede tener consecuencias trágicas para el país latinoamericano. Habría que evitar aquellas confrontaciones gratuitas que salen de las ganas de desahogarse
La relación de México y Estados Unidos, que nunca es sencilla, está deteriorándose de manera visible. Fricciones económicas, políticas, sanitarias, de inseguridad y de medio ambiente surgidas en las últimas semanas comienzan a derivar en un clima enrarecido en el que, sin duda, México cargaría con las peores consecuencias, habida cuenta la enorme desigualdad que existe en la correlación de fuerzas entre ambos países.
Entre las tensiones económicas destacan las que derivan del nuevo tratado comercial que incluye restricciones más severas en materia automotriz y en general sobre la industria maquiladora, además de acondicionamientos salariales y laborales más exigentes (con los que Washington intenta tranquilizar a sus propios sectores obreros, otrora afines a los políticos demócratas). Tampoco pueden desestimarse las presiones de algunos intereses empresariales estadounidenses, particularmente en el sector energético, afectados por la contrarreforma impulsada por la Administración de Andrés Manuel López Obrador.
Más allá de la polémica que pueda despertar la intención del Gobierno mexicano de otorgar al Estado mayor ingerencia y control sobre estos temas, lo cierto es que muchos de los contratos firmados con compañías extranjeras en el sexenio anterior resultan verdaderamente leoninos y han obligado a un replanteamiento que provoca evidentes molestias en las empresas afectadas. Al margen del cabildeo de estos poderosos grupos sobre el Capitolio y la Casa Blanca, les favorece el hecho de que pueden hacer pasar por argumentos ambientalistas algunos de sus intereses. La inclinación del presidente Biden por las energías alternativas y su combate al calentamiento global contrastan con la proclividad del Gobierno obradorista al uso de recursos fósiles. Un motivo de creciente desavenencia entre ambos gobiernos.
Por ahora la tensión más aguda deriva del tratamiento divergente sobre la pandemia. El cierre de la frontera dictada por el vecino del norte, que afecta a “viajes no esenciales”, trastorna la vida a ambos lados del muro y a pesar de los esfuerzos del Gobierno mexicano, que está vacunando al 100% de los adultos en las ciudades limítrofes, Washington no se ha dado por satisfecho. Peor aún, existe el riesgo de que algún tipo de veto se extienda a zonas que dependen del turismo como el Caribe mexicano o Los Cabos.
Los temas de seguridad pública y combate al narcotráfico tampoco pasan por un buen momento; la DEA aún no se repone de la fricción que generó el caso del exsecretario de la Defensa detenido en Estados Unidos, acusado de tener vínculos con el crimen organizado. La protección que le otorgó el Gobierno mexicano y las fuertes acusaciones en contra de la agencia estadounidense, tildada de intervencionista, generó una molestia que tardará en disiparse.
La inestabilidad política en Cuba abrió un frente inesperado en este inventario de desencuentros entre los dos países. Si bien es cierto que López Obrador ha intentado cultivar una relación neutral con los temas geopolíticos que interesan a los estadounidenses, bajo la consigna de que la mejor política exterior es la política interna, el caso cubano constituye un asunto que no podía ignorar. Tradicionalmente, incluso en gobiernos neoliberales, México ha sostenido respecto a la isla caribeña una actitud independiente, contraria a la política aislacionista promovida por Estados Unidos. El envío de combustibles anunciado en los últimos días puede ser interpretado por parte de los halcones del Departamento de Estado como un boicot a su estrategia. Una oficina que ya mostraba irritación por las declaraciones de AMLO hace unos días, sobre la necesidad de sustituir a la OEA por otra organización menos alineada a Washington.
No es tarea fácil explicar en los límites de este texto las razones por las cuales López Obrador llevó una relación tan cordial, incluso cálida, con Donald Trump y una tan distante con Joe Biden. En papel, debió haber sido todo lo contrario. Y no es fácil porque buena parte de esa explicación reside en temas atribuibles a la personalidad. Pese a sus contrastantes orígenes, Trump y AMLO parecían estar hermanados por la conciencia mutua de ser outsiders de la élite política, nacionalistas desconfiados del multilateralismo o la globalización, y una creencia ciega en el poder del voluntarismo personalista ejercido desde la presidencia. Sin confesárselo, al menos López Obrador, parecerían visualizar a Biden como un burócrata profesional. Por su parte Biden se ha guardado muy bien de expresar cualquier opinión sobre López Obrador, pero ha dejado en claro que prefiere no tener que ver directamente con él.
Nada de esto supone una crisis política o económica severa en la relación entre ambos países, desde luego. Es demasiada la interdependencia y la complejidad de vínculos entre las dos naciones y a tantos niveles, que la mayor parte de las inercias transcurren al margen de las fobias y filias que se profesen los políticos en turno y sus respectivas idiosincrasias. Sin embargo, tampoco pueden desestimarse los coletazos que puedan provocar estos desencuentros. Un endurecimiento en una mesa de negociación o el simple deseo de enviar un mensaje de advertencia, pueden traducirse en consecuencias trágicas para los exportadores de aguacate, para la industria transportista o maquiladora o para algún enclave turístico, por mencionar algunas áreas sensibles.
La vecindad entre dos países tan contrastantes y no obstante tan interdependientes provoca roces que son naturales e incluso necesarios para no ser barridos por las implicaciones que derivan de las diferencias de tamaño y poder. Muchos de estos frentes abiertos responden al legítimo derecho por parte de México para mantener su soberanía y defender intereses que son vitales para el país y sus ciudadanos. Pero habría que estar atentos al control de daños que esos roces provocan porque a algunos mexicanos les va vida y fortuna en ello. Y, sobre todo, evitar aquellas confrontaciones gratuitas que simplemente salen de las ganas de desahogarse del, en ocasiones, irritante vecino o atribuibles a lo que Fito Páez llamaría la incompatibilidad de caracteres.
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