Biden and the United States’ National Interests

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Biden y los intereses nacionales de Estados Unidos

El presidente estadounidense ha tomado la decisión que le hubiera gustado que se adoptase en 2011, pero el mundo ha cambiado profundamente en esta última década

“I am the President of United States and the buck stops with me”, lo que se puede traducir como “soy el presidente y tengo la responsabilidad”. Esa contundente frase fue una de las que pronunció Joe Biden en su histórico discurso del pasado 16 de agosto, en el que justificó su decisión de abandonar Afganistán. Sin paños calientes informó a la opinión pública de su estrategia y reconoció abiertamente lo que en 2009 los medios de comunicación ya habían publicado, que se había opuesto al incremento de tropas de su presidente. Mientras que para Barack Obama Afganistán era una “guerra de necesidad” en la que EE UU debía implicarse para la reconstrucción del país, para Biden, como antes para la Administración Bush, era una mera operación antiterrorista para acabar con lo que había sido el santuario desde el que se había lanzado el ataque del 11-S, el más brutal contra EE UU desde Pearl Harbour.

De hecho, hasta 2014, en Afganistán convivían dos misiones: ISAF, con el mandato de la ONU coordinada por OTAN, y Enduring Freedom, una misión de guerra contra el terrorismo. Para, el entonces vicepresidente Biden, el uso de drones y operaciones antiterroristas quirúrgicas era lo único posible en un país que estaba en la edad de piedra y en el que a su juicio no había en juego intereses nacionales de EE UU. La misión estaba cumplida desde que en una operación antiterrorista se acabó con Bin Laden en Pakistán. A partir de ese momento había que tomar la decisión de irse y, como afirmó el pasado lunes, no ha querido trasladarla al próximo presidente.

Esa delgada línea que es la convivencia de los intereses nacionales de EE UU y la colaboración con otros socios es lo que permite establecer la confianza y forjar o impedir las alianzas. En esa excepcional circunstancia histórica que fue la Guerra Fría, en uno de los momentos más delicados, 1949, se pudo firmar el Tratado de la OTAN con el automatismo del artículo 5, que precisamente hasta septiembre 2001 no fue utilizado. La desconfianza sobre hasta dónde estaba dispuesto a llegar EE UU para garantizar la seguridad de las democracias europeas fue lo que llevó a De Gaulle desarrollar un programa nuclear autónomo.

El debate interno sobre los intereses nacionales fue lo que hizo que la Administración Clinton saliera de Somalia, no interviniera en Ruanda y fuera tan reticente en implicarse en los conflictos de los Balcanes, tumba de no pocos imperios. Esos mismos intereses nacionales fueron los que habían hecho a Nixon, por consejo de Kissinger, salir de Vietnam y abrir la interlocución con China; a Reagan abandonar Líbano cuando tuvo que recibir ataúdes con soldados americanos; y a Obama, “liderar desde atrás” en Libia y revertir sus propias palabras cuando afirmó durante el conflicto de Siria que el uso de armas químicas sería una “línea roja”.

Esos intereses nacionales son los que han hecho apoyar o dejar caer a dictadores —Egipto, Filipinas, Persia, Cuba, Chile…—, desautorizar a sus aliados en Suez o permanecer impertérrito en Hungría en 1956 o en Praga en 1968. Una particular interpretación del interés nacional es lo que hizo a los neocons invadir Irak, demostrando un profundo desconocimiento sobre los efectos de tratar de imponer una visión dogmática sobre la realidad histórica de la región.

¿Hay hoy intereses nacionales de EE UU en juego en Afganistán? El Biden de 2021 ha tomado la decisión que le hubiera gustado que se adoptase en 2011, pero el mundo ha cambiado profundamente en esta última década. La China de hoy de Xi Jinping no tiene nada que ver con la de entonces. Tampoco la Rusia de Putin. Lo mismo se puede decir de un Irán que hoy tiene más incentivos para ser una potencia nuclear. A lo que hay que unir la tradicional tensión entre Pakistán e India.

El mundo se ha transformado, Afganistán era, una vez más, la pieza central estratégica de un tablero complejo y esa salida desordenada abandonando a un aliado (corrupto y al que se había dado innumerables oportunidades) deja muchas dudas. Además, el país tenía un poderoso simbolismo para nuestro tiempo por el aplastamiento de los derechos de las mujeres que supone el régimen talibán. EE UU tenía una posición clave con un mínimo coste (como sucede ahora en Irak) por lo que es difícilmente comprensible la salida en esas circunstancias. Sus “verdaderos competidores estratégicos” como denominó Biden a Rusia y China, van a llenar el vacío estratégico que ha dejado, como sucede siempre. Y mientras, en Oriente Medio, en Ucrania, en Latinoamérica se toma nota sobre esta decisión.

Sería bueno que también tomara nota Europa. No por el rancio antiamericanismo, sino porque EE UU es nuestro único paraguas de seguridad. Los estadounidenses han tenido al otro lado de la línea a un especialista en haikus. Hace pocos meses, en una visita a Turquía, lo más destacado fue una batalla institucional por las sillas de una recepción. Desde que Javier Solana dejó de ser Alto Representante de Exteriores y Seguridad (míster PESC) no ha habido para EE UU un interlocutor de nivel. Son el aliado imprescindible para Europa y han puesto sus cartas sobre la mesa.

Sería bueno comenzar a ser serios y creíbles porque, como afirma ese viejo adagio realista, los fuertes hacen lo que quieren, los débiles lo que les dejan y EE UU, una vez más, se ha mostrado implacable en la defensa de sus intereses. Sobre la posición del Gobierno español, el hecho de que, mientras todo esto sucedía, el presidente considerase que no era tema relevante para suspender las vacaciones y haya permanecido aislado en la casa de veraneo de Patrimonio Nacional es lo suficientemente significativo sobre a dónde conduce la irrelevancia ganada a pulso.

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