Después de Trump, cualquier presidente parecía óptimo. Ser más repulsivo y peligroso que alguien que negó la validez de unas elecciones democráticas, promovió la toma del Capitolio y, por tanto, un golpe de Estado, y llegó a aconsejar inyecciones de lejía para combatir el covid era (es) imposible. El veterano Joe Biden parecía el hombre ideal para poner cordura y sentido común en un país por el que había pasado una maldita apisonadora que socavó las bases mismas del sistema. Sus primeros seis meses fueron más que aceptables, pero la calamitosa espantada de Afganistán ha supuesto un revés de tal calibre que marcará su presidencia. Cierto es que fue su antecesor el que negoció la salida con los talibanes, pero ha sido Biden quien la ha implementado peor que mal. Los féretros de los 13 soldados estadounidenses muertos en el atentado de Kabul, envueltos en la bandera de las barras y las estrellas, volviendo a casa, componen una imagen icónica que rubrica un fracaso total. Los odiosos talibanes están de vuelta para imponer su régimen de terror y su enfermiza misoginia, y los yihadistas del ISIS están cobijados en Afganistán dispuestos a golpear a EE.UU., como han demostrado. Ni se ha impuesto la democracia, aunque ahora diga Biden que no era el objetivo, ni se ha acabado con el terrorismo con base en aquel país. Al contrario, EE.UU. ha abandonado a los afganos a su triste suerte y dado impulso al ISIS, eufórico tras ver morder el polvo a su enemigo. ¿Cómo es posible que la mayor potencia mundial haga el ridículo de esta manera, humillada por los barbudos totalitarios, y que sus servicios de inteligencia no previeran la rápida caída de Afganistán? ¿Se puede confiar en EE.UU.? La sombra de Vietnam y de Carter se cierne sobre Biden, cuya ineptitud ha desatado el caos.
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