¿Un país dispuesto a convivir con el horror?
Una y otra vez se suceden las plegarias por las víctimas inocentes, los llamamientos a la acción y el cruel bloqueo a cualquier cambio
Son demasiadas las matanzas habidas en Estados Unidos en escuelas, institutos y universidades como para dar crédito a los lamentos de integrantes del Partido Republicano después de la tragedia desencadenada por un joven de 18 años en la escuela primaria de Uvalde (Texas): 19 niños y dos maestras muertos. Más parece un ejercicio de cinismo político la turbación pública del gobernador de Texas, Greg Abbott, y del senador del mismo estado Ted Cruz, porque ambos forman parte del frente de rechazo que hasta la fecha ha hecho imposible limitar y regular la posesión de armas, amparándose en el derecho constitucional a poseerlas que consagra la Segunda Enmienda, aprobada en 1791.
El parque de armas en poder de particulares en Estados Unidos se acerca a los 400 millones, más de un arma por ciudadano adulto. Al mismo tiempo, las encuestas de opinión concluyen desde hace tiempo que la mayoría de la población es partidaria de establecer mecanismos de control. Pero a pesar de ese dato y del debate que sigue a cada pérdida de vidas inocentes, Barack Obama no pudo derribar la barrera levantada en el Senado por los republicanos para impedir la aprobación de una ley que imponía algunas restricciones y Joe Biden, pese a sus llamamientos a «plantarse» ante la industria de las armas, está condenado a vivir idéntica experiencia.
El entrenador de baloncesto Steve Kerr no ha exagerado al decir que 50 senadores republicanos tienen secuestrados a los estadounidenses, dispuestos como están a hacer cuanto esté en su mano para que nada cambie la posesión de armas. Para que tal cosa fuese posible, al menos 10 de estos senadores deberían sumar su voto al de los 50 demócratas, algo del todo impensable. La primera y más inmediata razón es el temor a las consecuencias electorales que pudiera tener enmendar el ordenamiento vigente, sobre todo en estados del sur y del centro de la Unión en los que la posesión de armas forma parte de la identidad individual y colectiva. La segunda es la presión del lobi formado por los fabricantes de armas y por la poderosa Asociación Nacional del Rifle, que se prodigan en sustanciales donaciones a los candidatos republicanos en todas las elecciones.
Más allá de estas consideraciones y de la herencia en la materia dejada por la presidencia de Donald Trump, la gran paradoja es que la posesión, fundamentada originalmente en razones de seguridad, es en realidad un nido permanente de inseguridad, causa de un sinfín de tragedias que son un desafío moral en una sociedad irreconciliablemente dividida, convertidos a menudo los niños en víctimas propiciatorias. El presidente Joe Biden hizo una pregunta que denota impotencia: «¿Por qué estamos dispuestos a vivir con esta carnicería?».
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