La votación para elegir al presidente de la Cámara de Representantes dejó claro que Estados Unidos se encuentra muy lejos de recuperar la “normalidad” política extraviada desde que en 2015 Donald Trump hizo públicas sus intenciones de contender por la presidencia.
Por primera vez en un siglo, no se logró designar al speaker (título oficial de quien encabeza el órgano legislativo y se convierte, por ello, en la tercera figura más importante del gobierno estadunidense, tras el presidente y el vicepresidente) en primera ronda, y las dos rondas adicionales efectuadas antes de que se diera por concluida la sesión sólo sirvieron para alejar un arreglo.
En el papel, el congresista republicano Kevin McCarthy no debía tener ningún problema para erigirse en líder de la Cámara Baja, puesto que su partido controla 222 escaños y sólo se requieren 218 para ganar la votación. Pero lo normal, que habría sido la victoria inmediata del candidato con más respaldos dentro del partido mayoritario, se descarriló por la intransigencia de 20 legisladores leales al ex presidente Trump que, por un lado, llevan semanas negociando concesiones a cambio de su voto y, por otro, afirman negarse en redondo a apoyar a alguien que carece de suficientes credenciales conservadoras, es decir, que no mantiene posturas tan cavernarias como las que se han vuelto hegemónicas en el republicanismo en las décadas recientes.
El impasse generado por la ultraderecha trumpista dista de ser anecdótico: el cuerpo legislativo está legalmente impedido para tratar cualquier otro asunto mientras no se elija a un nuevo speaker, por lo que no pueden adoptarse nuevas reglas o legislaciones ni juramentar a nuevos miembros del Congreso. Las normas indican que el único procedimiento válido es seguir votando hasta que alguien consiga los 218 sufragios, por lo que la crisis política podría prolongarse de manera indefinida.
Más allá de lo que ocurra hoy, cuando los congresistas reanudarán la votación, ha quedado patente la capacidad del magnate para dañar a las instituciones, incluso cuando no ostenta cargo alguno, así como el poder de una minoría ultraderechista cerril para poner en jaque la operación normal (aunque no óptima) del Estado. En un nivel más profundo, el trance experimentado en la Cámara de Representantes apunta a la necesidad de abordar las disfuncionalidades del sistema político-electoral estadunidense, una construcción del siglo XVIII que no puede regir adecuadamente los destinos de una sociedad moderna.
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