El ex director regional en México de la agencia antidrogas de Estados Unidos (DEA) Nicholas Palmeri sostuvo contactos “impropios” (es decir, que socializó y vacacionó con ellos) con abogados de Miami que defienden a capos latinoamericanos, por lo que en mayo de 2021 fue abruptamente transferido a las oficinas centrales en Washington, hasta que finalmente renunció en marzo de 2022.
De acuerdo con una investigación confidencial filtrada ayer, Palmeri tuvo otras conductas cuestionables en los 14 meses que ocupó el cargo más importante de la DEA en el exterior: en 2020 organizó una reunión en la ciudad balnearia de Mazatlán, cuando se encontraba en vigor una orden del gobierno estadunidense para evitar encuentros presenciales y viajes innecesarios debido a la pandemia; como resultado, dos agentes enfermaron de gravedad y tuvieron que ser repatriados de emergencia. Asimismo, habría pedido que le rembolsaran con recursos públicos los gastos de su fiesta de cumpleaños, y aprobado la compra de “artículos inadmisibles” durante viajes al extranjero. Pese a este cúmulo de anomalías, la agencia le permitió renunciar en lugar de expulsarlo, y declinó presentar cargos en su contra.
Sólo dos meses después de que Palmeri dejó el organismo, un agente y un supervisor fueron imputados por filtrar información confidencial a abogados de Miami, a cambio de 70 mil dólares en efectivo, otra muestra de las cada vez más evidentes redes de corrupción tejidas entre la agencia y toda la economía que gira en torno al dinero del narcotráfico en el propio territorio estadunidense. Pero el caso que ha dinamitado por completo la reputación de la DEA es el de José Irizarry, condenado a 12 años de prisión después de admitir que pasó una década conspirando con cárteles colombianos para lavar dinero, tiempo en el cual viajó por el mundo dándose una vida de lujos y excesos en compañía de las personas a las que supuestamente perseguía. Al confesar su historia criminal, Irizarry aseguró que no caería solo, y señaló que docenas de agentes federales, fiscales e informantes participan en una especie de tour permanente para recoger dinero proveniente del lavado en ciudades de tres continentes. De manera incluso más demoledora para el discurso oficial de Washington, el agente caído en desgracia afirmó que él y sus colegas hacían esto porque desde hace mucho cobraron conciencia de la futilidad de la guerra contra las drogas.
Aunque ex oficiales de la DEA y otros cuerpos de inteligencia se apresuraron a desmentir a Irizarry, es cada día más difícil mantener la pretensión de que los corruptos y los criminales viven únicamente fuera de las fronteras estadunidenses, así como resulta del todo imposible ocultar el rotundo fracaso del enfoque punitivo y militarista del combate a las drogas propugnado por Washington en el último medio siglo: para corroborarlo, basta con ver las cifras de muertes por sobredosis en esa nación, un recordatorio de las consecuencias de gastar en interferir en los asuntos de 69 países (el número en el que oficialmente tiene operaciones la DEA) miles de millones de dólares que podrían emplearse en prevención de las adicciones y salud pública.
En abril pasado, trascendió que el gobierno mexicano había disuelto una “selecta unidad antinarcóticos que durante un cuarto de siglo trabajó mano a mano con la DEA en el combate al crimen organizado”, medida criticada por el ex jefe de operaciones internacionales de la corporación, Mike Vigil, como un “disparo en el pie” por parte de las autoridades de nuestro país. En menos de un año, los hechos han dado la razón a La Jornada, que ya entonces calificó de saludable el alejamiento respecto a una institución probadamente corrupta y carente de cualquier autoridad para dictar la manera en que ha de conducirse la lucha contra el crimen organizado.
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