En su reunión cumbre efectuada en Hiroshima, Japón, el G-7, que reúne a los siete países más ricos de Occidente (Estados Unidos, Canadá, Japón, Francia, Reino Unido, Alemania e Italia), proliferaron las expresiones de hostilidad contra China y, por supuesto, hacia Rusia.
Con el telón de fondo de la guerra en Ucrania, los gobernantes del G-7 se comprometieron a aumentar las presiones contra Moscú para obligar al gobierno de Vladimir Putin a emprender una retirada “completa e incondicional” del territorio ucranio y se comprometieron a incrementar el apoyo militar y diplomático a Volodymir Zelensky, quien fue transportado a Hiroshima por un avión oficial francés. Ante la poco realista perspectiva de una total rendición rusa, es claro que esa ayuda a Kiev prolongará la guerra, la destrucción y el sufrimiento de ucranios y de rusos, y acentuará los riesgos de una confrontación directa entre Rusia y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), de la que forman parte seis de los siete estados representados en el encuentro.
Las posturas agresivas del G-7 se dirigieron también a China, a la que acusaron de recurrir a “la fuerza o la coerción” en un supuesto afán de expansión territorial que es en realidad el reclamo de Pekín sobre la isla de Taiwán, parte integrante del territorio chino. Asimismo, la potencia asiática fue acusada de impulsar la militarización en la región Asia-Pacífico, imputación que debiera aplicarse más bien a Estados Unidos, cuyos gobiernos, cabe recordar, han mantenido en esa zona un desmesurado e intimidante aparato bélico desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y que en tiempos recientes han intensificado las maniobras militares con sus aliados: Corea del Sur, Japón y el propio Taiwán.
De poco o nada sirvieron los señalamientos de mandatarios más moderados y equidistantes que fueron invitados al encuentro, como el de Brasil, Luis Inácio Lula da Silva, y el de India, Narendra Modi, quienes para resolver la confrontación ruso-ucrania han propuesto vías diplomáticas, en lugar de insistir en una improbable derrota rusa mediante el envío masivo de armamento de alto poder al gobierno de Zelensky.
Un punto particularmente grotesco y vergonzoso fue el exhorto al régimen de Afganistán a “cumplir con sus obligaciones de luchar contra el terrorismo”, expresión que pareciera sacada de los discursos de hace dos décadas del ex presidente estadunidense George W. Bush, quien invadió y arrasó esa nación centroasiática justamente con el pretexto de combatir el terrorismo. No debe olvidarse que hoy en día, Afganistán se debate en una aguda crisis provocada por esa invasión y padece una brutal opresión fundamentalista que fue incubada por Washington en los años setenta y ochenta del siglo pasado, derrocada en 2001 y restaurada tras el fin de la fallida ocupación del país por las tropas occidentales. En la actual circunstancia, cuando viven bajo una dictadura teocrática y en una terrible carestía material, el terrorismo es la última preocupación de los afganos.
El único posicionamiento rescatable de las potencias económicas occidentales es quizá el propósito de coadyuvar a “una migración segura, ordenada y regular” en el mundo y a enfrentar “las redes de delincuencia organizada que facilitan la migración irregular y el peligroso viaje de indocumentados y solicitantes de asilo”. Se trata, sin embargo, de un enfoque superficial y hasta frívolo de los flujos migratorios planetarios, los cuales son ciertamente aprovechados por los traficantes de personas, pero cuyas causas son las brutales desigualdades entre países ricos y naciones pobres, así como las consecuencias del saqueo y la depredación neocoloniales perpetrados por los primeros en las segundas, prácticas de las que Estados Unidos, Francia y el Reino Unido son los más destacados exponentes mundiales.
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