DEA: relaciones indebidas
El senador estadunidense Chuck Grassley denunció que, con tal de obtener facilidades, desde la década de 1980 la Agencia Antidrogas de Estados Unidos (DEA) ha colaborado con funcionarios mexicanos a sabiendas de que éstos son corruptos y tienen nexos con el crimen organizado, con lo cual este organismo puso en riesgo a sus propios miembros y afectó la lucha contra el tráfico de estupefacientes en el largo plazo.
El legislador republicano ejemplificó que la DEA no sólo siguió trabajando con Genaro García Luna cuando ya sabía que el secretario de Seguridad Pública del calderonato operaba para el cártel de Sinaloa, sino que incluso le ocultó esa información a la embajada de su país en México. Otro caso de alto perfil es el del comandante de una de las Unidades de Investigaciones Sensibles (SIU, por sus siglas en inglés, equipos de élite de policías mexicanos evaluados por Washington que trabajaban con agentes estadunidenses), a quien se otorgaron premios y se le compartió información sensible pese a las evidencias de que pertenecía al mismo grupo criminal.
El informe elaborado a solicitud del senador Grassley resulta valioso por cuanto exhibe el tipo de personajes con que se asocia la DEA y la falta de escrúpulos con que desarrolla sus actividades. Sin embargo, omite que la corrupción y las relaciones indebidas con la delincuencia no sólo afectan a los funcionarios mexicanos, sino también y de manera muy notoria a los agentes y mandos de la DEA. En esta clásica muestra del doble rasero de las élites de Washington al abordar la problemática del narcotráfico, pasa por alto el rosario de escándalos que han golpeado al organismo desde su creación hasta hoy: calla, por ejemplo, que hace menos de dos meses el subdirector Louis Milione tuvo que renunciar luego de que una investigación periodística sacó a la luz que trabajó como consultor de empresas farmacéuticas vinculadas a la crisis de sobredosis de analgésicos opioides, donde se encuentra la génesis de la actual epidemia de abuso del fentanilo. También pasa por alto que el ex director regional de la agencia en México socializó y vacacionó con abogados de Miami que defienden a capos latinoamericanos, lo que le costó el puesto en marzo de 2022. Y nada dice de José Irizarry, un ex agente sentenciado a 12 años de prisión, quien confesó haber robado 9 millones de dólares de la propia DEA, además de aceptar sobornos de las personas a las que supuestamente perseguía y de participar en actividades de lavado de dinero para darse una vida de lujos alrededor del mundo. Irizarry denunció que en su carrera delictiva de años estuvo acompañado por docenas de agentes federales, fiscales e informantes.
Pese a todos estos antecedentes, Todd Robinson, subsecretario de Estado para asuntos internacionales de narcóticos y aplicación de la ley, admitió ayer que la administración de Joe Biden está presionando al gobierno de Andrés Manuel López Obrador para que se doblegue a las exigencias de la DEA. Queda claro que el Estado mexicano debe rechazar con firmeza tales presiones y reducir al mínimo posible su cooperación con una instancia hundida en el descrédito, cuya verdadera misión nunca ha sido frenar el flujo de drogas, sino servir como vehículo para la injerencia estadunidense en los asuntos internos de México.
En este contexto, vale la pena recordar el acierto de las autoridades federales al disolver una SIU al inicio del sexenio, decisión que ha sido duramente criticada desde Washington y por la oposición política, mediática y empresarial de nuestro país, que clama por un regreso al pasado reciente, cuando los gobiernos del PRI y el PAN rindieron la soberanía nacional y permitieron a la DEA actuar sin control alguno en territorio mexicano. Cabe esperar que esa oligarquía abyecta no vuelva al poder, y que México nunca más se someta a los dictados de agencias extranjeras.
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