Donald Trump does not measure his intentions by consequences, but by political expediency. If overthrowing Maduro becomes one of his objectives, no diplomatic maneuvers will stop him.
Donald Trump surprised the world again last week with a new announcement of his trade war: The president announced that he will impose a 25% tariff on all countries that import oil from Venezuela.
With this measure, the White House reaffirms its intention to strangle the finances of Nicolás Maduro’s regime, imposing sanctions not only on Venezuela, but also on those who provide it with economic oxygen, for countries such as, for example, India, one of the main buyers of Venezuelan crude oil. Doing business with the Miraflores Palace will surely become an expense India will not be willing to assume; thus, this decision has the potential to severely impact the U.S. neighbor.
This announcement, in addition to other measures, demonstrates that Trump will not limit his interactions with Venezuela to rhetoric. As we have already seen, on the one hand, he revoked the license allowing Chevron to operate in his country, and on the other hand, Trump accused Caracas of "purposely sending tens of thousands of high-level criminals" to the United States — in reference to members of the Tren de Aragua gang, declared a terrorist group by his government in January.
These bombshells have been dropped during the couple of months since Trump assumed the presidency and are clear signs of an unambiguous position regarding the Venezuelan dictatorship.
The inevitable question is this: Will the pressure be effective this time? All recent international attempts to force a democratic transition in Venezuela have ended in resounding failure. Recognizing Juan Guaidó and the famous "diplomatic encirclement" were far from effective as a strategy in dethroning Chavismo. And last year, despite initial optimism before the election and the emergence of María Corina Machado as the unifying voice of the Venezuelan opposition, neither evidence of the greatest electoral fraud seen in the region in decades, nor the pronouncements of multilateral organizations, nor the vehement rejection and dismissal of Maduro by many of the leading countries of the region — a list in which, sadly and unfortunately, Colombia does not appear — did they manage to reach the goal of evicting the dictator.
Today, in 2025, Maduro is more authoritarian and apparently more entrenched in his position than ever. Democracy, on the other hand, has become blurred; for many Venezuelans, it is at best a distant memory. There is deterioration, feeding a sense that Venezuela is advancing rapidly toward the status of pariah state: a nation diplomatically and economically isolated from the rest of the world, dominated by a mafiosi regime and supported by a military elite, where complicity with the dictatorship and blind obedience to Maduro reign supreme.
However, the reactivation of a punitive approach toward Caracas is emerging as a possible reversal of this trend. Trump's measures are not symbolic. Where Joe Biden bet on negotiation and concessions, Trump is projecting an image of strength. In a matter of days, he has deported more than 200 alleged members of the Tren de Argua, has suspended the oil licenses granted by Biden and now threatens to block, de facto, all Venezuelan oil in the world.
Will this be the vision that will become reality in the relationship with Venezuela? As described by analyst Moisés Naím, within Trump's own government three currents coexist in dealing with Caracas: the hard-line, led by Secretary of State Marco Rubio, who does not see Maduro as a head of state, but as the leader of a criminal organization; the pragmatic approach, represented by Richard Grenell, presidential envoy for special missions, who does not rule out tactical dialogue with the regime; and a third that is edgier and more belligerent-sounding — even with suggestions of military intervention.
But the risk is that the coup d’etat will not have the expected effect. For example, the sanctions have the potential of pushing Caracas even closer to the orbits of Moscow and Beijing, although that currently remains unclear, considering that Trump's relationship with these two countries has changed. Or it could be that an economic collapse translates into a new migratory wave to the north, and that Maduro, far from being weakened, will find in an anti-imperialist narrative the tool for internal cohesion.
Even so, in the Miraflores Palace they should not sleep peacefully. Trump does not measure his intentions by consequences, but by political expediency. If overthrowing Maduro becomes one of Trump’s political objectives — as it seems it might be — no diplomatic maneuvers will stop him.
Trump no mide sus intenciones por sus consecuencias, sino por su utilidad política. Y si derrocar a Maduro se convierte en uno de sus objetivos de campaña no habrá cálculo diplomático que lo detenga.
El presidente Donald Trump sorprendió al mundo —otra vez, la semana pasada— con un nuevo anuncio de su guerra comercial: el mandatario anunció que impondrá un arancel del 25% a todos los países que importen petróleo de Venezuela.
Con esta medida, la Casa Blanca reafirma su intención de estrangular las finanzas del régimen de Nicolás Maduro, imponiendo sanciones no solo sobre Venezuela, sino también sobre quienes le brinden oxígeno económico: para países como, por ejemplo, India, uno de los principales compradores del crudo venezolano, hacer negocios con el Palacio de Miraflores seguramente se convertirá en un costo que no estarán dispuestos a asumir, haciendo que esta decisión tenga posibles impactos severos para el país vecino.
Este anuncio se suma a otras medidas que demuestran que Trump con Venezuela no se va a limitar a la retórica. Como ya vimos, por un lado revocó la licencia que permitía a Chevron operar en su país, y por el otro lado Trump acusó a Caracas de “enviar a propósito decenas de miles de criminales de alto nivel” a Estados Unidos —en referencia a miembros del Tren de Aragua, declarado grupo terrorista por su gobierno en enero—. Esas andanadas han sido tan solo durante el par de meses transcurridos después de haber asumido el poder y son señales claras de que su postura frente a la dictadura venezolana no es ambigua.
La pregunta inevitable es: ¿será que esta vez su presión sí será efectiva? Porque todos los intentos internacionales recientes por forzar una transición democrática en Venezuela han terminado en un rotundo fracaso. El reconocimiento a Juan Guaidó y el célebre “cerco diplomático” estuvieron muy lejos de funcionar como estrategia para destronar al chavismo. Y el año pasado, pese al optimismo inicial frente a las elecciones y al surgimiento de María Corina Machado como la voz unificadora de la oposición venezolana, ni las pruebas evidentes del mayor fraude electoral que ha visto la región en décadas, ni los pronunciamientos de organismos multilaterales, ni el rechazo vehemente y desconocimiento a Maduro por parte de muchos de los principales países de la región —lista en la que, triste y lamentablemente, no figura Colombia— lograron cumplir el propósito de desalojar al dictador.
Hoy, en 2025, Maduro es más autoritario y parece estar más afianzado en su lugar que nunca. La democracia, en cambio, está más desdibujada: para muchos venezolanos, ya es apenas un recuerdo lejano. Un deterioro que alimenta la sensación de que Venezuela avanza velozmente hacia la condición de Estado paria: una nación aislada diplomática y económicamente del resto del mundo, dominada por un régimen de tintes mafiosos y sostenida por una élite militar donde reina la complicidad con la dictadura y la obediencia ciega hacia Maduro.
Sin embargo, la reactivación del enfoque punitivo frente a Caracas se perfila como una posible reversión de esta tendencia. Las medidas de Trump no son simbólicas: mientras Biden en su momento apostó por la negociación y las concesiones, Trump ha proyectado una imagen de fuerza. Ha deportado, en cuestión de días, a más de 200 presuntos miembros del Tren de Aragua, ha suspendido las licencias petroleras concedidas por Biden y ahora amenaza con bloquear de facto todo el petróleo venezolano en el mundo.
¿Será esta la visión que termine por imponerse en la relación con Venezuela? Como lo describió el analista Moisés Naím, dentro del propio gobierno de Trump conviven tres corrientes frente a Caracas: la línea dura, liderada por el secretario de Estado Marco Rubio, quien no ve a Maduro como un jefe de Estado, sino como el cabecilla de una organización criminal; el enfoque pragmático, representado por Richard Grenell —enviado presidencial para misiones especiales—, que no descarta el diálogo táctico con el régimen; y una tercera, más marginal, de tono beligerante, que contempla incluso intervención militar.
Pero el riesgo es que el golpe de fuerza no tenga el efecto esperado. Que las sanciones empujen aún más a Caracas hacia la órbita de Moscú y Pekín, por ejemplo, aunque todo resulta hoy incierto teniendo en cuenta que la relación de Trump con estos dos países también es ahora diferente. O que el colapso económico se traduzca en una nueva oleada migratoria hacia el norte y que Maduro, lejos de debilitarse, encuentre en la narrativa antiimperialista una herramienta de cohesión interna.
Aun así, en el Palacio de Miraflores no deberían dormir tranquilos. Trump no mide sus intenciones por sus consecuencias, sino por su utilidad política. Y si derrocar a Maduro se convierte en uno de sus objetivos de campaña —como parece estar ocurriendo— no habrá cálculo diplomático que lo detenga.
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