The official end of the Iraq War is an admission of defeat. It is tough to remember that everyone loses in war — even the victors. The U.S. has been constantly fighting wars since its founding, but only on a few occasions has a clean victory been claimed: Just look at the Civil War and the annihilation of the Axis powers in Europe and Asia during World War II.
Although Korea could have also occupied a privileged place in the U.S.'s mind, the merit of having led the UN coalition was diluted by ultimate division of the peninsula. The same is true of World War I, where the armistice robbed the Americans of full glory. Even earlier, during the era of Manifest Destiny, the invasion and capture of a considerable part of Mexican territory and what was later innocently called the Spanish-American War in Cuba became sources of shame and resentment, giving rise to anti-imperialist sentiment that was only reinforced by invasions and occupations in the rest of Central America and the Caribbean.
But of all the conflicts, Vietnam was the ultimate defeat, coming at the price of more than 50,000 American deaths — a figure that is multiplied exponentially when civilian casualties are factored in. The current retreat from Iraq has come at the cost of more than 4,000 deaths. Nevertheless, the number of civilian deaths exceeds 100,000. And it is impossible to count the number of soldiers who have died as a result of chronic diseases, infections or psychological trauma.
The hypocrites are not bothered by how bodies of practically anonymous soldiers are in coffins barely covered by a flag, which is later given to families through unacknowledged ceremonies.
This is the price the citizens of the United States are prepared to pay for maintaining a professional military comprised entirely of volunteers, who are thanked for their services as if they were municipal employees close to retirement. From this, we can understand why no one protests the deficit that threatens to jeopardize the future of two generations, who are prepared to pay it off.
What remains in Iraq, which has been left under the control of various factions, is a situation that consists of daily, disastrous attacks. “I told you so” will be said, both smugly and hypocritically. In reality, many individuals shamefully abstained from determining the direction of the White House’s reaction to the 9/11 attacks as much as they did from the reelection of George W. Bush.
The country was paralyzed by a fear of seeming unpatriotic when critically analyzing the “civilizing mission” that was initiated by the military machinery of the United States.
Then, still under a Pearl Harbor-like spell, Americans were deceived by the fictitious claims about the existence of weapons of mass destruction. But Bush was continually dazzled by the advice of Condoleezza Rice, who sold him on the notion of a unique historical opportunity — a second coming of the Cold War triumph — to establish solid control in such an important zone as the Middle east. In all honesty, the strategy was simply one of commodifying the oil wells.
Unfortunately, the same people who abstained then will now give a satisfied smile at having noticed this. According to this malicious logic, the best way to maintain stability in some parts of the world is to leave the autocrats in control. The idealism of Woodrow Wilson in imposing the self-determination gospel of the United States must be left aside. Paradoxically, Bush made a mistake: He should have acted like his father, who stopped the race to Baghdad when the war in Kuwait was already won.
It is tragic that it is now accepted that places like Iraq, as nonexistent nation-states, cannot be left alone. After a little bit of imposed democracy, it will all return to violence, tribal antagonism, the rejection of what we call Western values and the search for opportunities by neighbors (Iran) who seem motivated by the popular saying: Troubled waters are a fisherman’s gain.
But when weighing the various alternatives and the costs, these unhappy countries must be left alone the next time. That logic would extend to Mubarak’s Eypt and Gadhafi’s Libya.
La terminación oficial de la guerra de Irak es una admisión de derrota. Recordará con dureza que todos pierden en las guerras, incluso los vencedores. En las guerras de Estados Unidos, una constante histórica desde la fundación de la Unión, en pocas ocasiones se ha reclamado victoria limpia: la Guerra de Secesión y la aniquilación del Eje en Europa y Asia.
Aunque Corea pudiera haber ocupado un lugar privilegiado, el mérito de haber liderado la coalición de las Naciones Unidas quedó difuminado por la división de la península. Igual puede decirse de la Primera Guerra Mundial, ya que el armisticio privó a los norteamericanos de una plena glorificación. Más anteriormente, la invasión y captura de gran parte del territorio mexicano, en aras del Destino Manifiesto, y luego la llamada candorosamente “Spanish American War” en Cuba han quedado como restos de vergüenza y resquemor, causantes del antiimperialismo, reforzado por invasiones y ocupaciones en el resto del Caribe y Centroamérica.
De entre todos los conflictos, Vietnam es la derrota por excelencia, a un coste de más de 50,000 muertos norteamericanos, cifra que se multiplica con dimensiones de vértigo en las bajas civiles. Pero ahora se puede aducir que la retirada de Irak se hace a costa de más de 4,000 muertos. Sin embargo, las cifras de los muertos civiles superan los 100,000. Imposible cuantificar las bajas por enfermedades crónicas, infecciones y secuelas síquicas de los soldados.
Pero la hipocresía acepta simultáneamente que los cadáveres de soldados sean trasladados prácticamente de incógnito a sus sepulturas en ataúdes, apenas cubiertos por una bandera que se entregará a sus familiares en actos sin publicidad.
Es el precio que los ciudadanos de Estados Unidos están dispuestos a pagar por el mantenimiento de unas fuerzas armadas profesionales y enteramente voluntarias, a las que se agradecen los servicios prestados, como si fueran empleados municipales cercanos a la jubilación. Así se entiende por qué nadie protesta por el déficit que amenaza con hipotecar el futuro de dos generaciones preparadas para pagarlo.
Detrás queda el desastre de los atentados diarios en el territorio iraquí abandonado al control de las diversas facciones. “Ya te lo dije”, se aduce con suficiencia e hipocresía. En realidad, numerosos individuos se abstuvieron vergonzosamente tanto ante el rumbo que la reacción al 11 de septiembre tomó desde la Casa Blanca, como en la reelección de George W. Bush.
El país entonces quedó paralizado por el miedo a parecer antipatriótico para analizar críticamente la irresponsable “misión civilizadora” que había puesto en marcha la maquinaria militar de Estados Unidos.
Entonces, todavía bajo la aureola de Pearl Harbor, los estadounidenses se dejaron engañar por la reclamación de existencia ficticia de las armas de destrucción masiva. Pero Bush siguió encandilando las consignas de su asesora Condi Rice, que le vendió la noción de aprovechar una oportunidad única en la historia, en una segunda versión del triunfo del final de la Guerra Fría, de establecer un control sólido en esa zona tan importante. En puridad, la estrategia se reduce a la mercantilización de los pozos petrolíferos.
Ahora, lamentablemente, los mismos que se abstuvieron entonces de oponerse sonreirán satisfechos también al haberlo advertido. Según esta malévola lógica, la mejor manera de mantener la estabilidad en algunas zonas del planeta es dejar a los autócratas seguir controlando su coto. Hay que dejar de lado el idealismo de Woodrow Wilson en imponer el evangelio de Estados Unidos, concentrado en la libre determinación. Paradójicamente, Bush se equivocó y debería haber actuado como su padre, quien frenó la carrera hacia Bagdad cuando la guerra de Kuwait estaba ya ganada.
Es trágico aceptar ahora que a pueblos como Irak, como Estado-nación inexistentes, no se les puede dejar solos. Después de una ración de democracia impuesta, todo regresa a la violencia, el odio tribal, el rechazo de esos valores que llamamos occidentales, y la búsqueda de oportunidades de los vecinos (Irán) que parecen impelidos por la consigna popular de que “a río revuelto, ganancia de pescadores”.
Pero, sopesando las diversas alternativas y coste, la próxima vez hay que dejar a esos desgraciados países como estaban. Esa lógica se extendería al Egipto de Mubarak y a la Libia de Gadafi.
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