When He Woke up, Trumpism Was Still There

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Hace casi 200 años, en las elecciones estadounidenses de 1824, Andrew Jackson ganaba en voto popular y en votos electorales, pero no sumaba lo suficiente para tener mayoría. A mucha más distancia en votos se quedaban John Quincy Adams y Henry Clay. Iba a ser finalmente el Congreso la institución que decidiría el futuro presidente, con todos los números para que Jackson fuera el escogido. Sin embargo, saltó la sorpresa. John Quincy Adams sería el nuevo inquilino de la Casa Blanca al conseguir los votos de la mayoría de estados que habían apoyado al propio presidente del Congreso (y también excandidato), Henry Clay. Curiosamente, Clay sería el escogido por Adams para ser su secretario de Estado.

El escándalo estaba servido. Jackson, un héroe de guerra considerado por muchos como alguien tozudo y con pocas luces, no se lo tomó nada bien, como era obvio, y empezó una dura campaña contra Adams y todo el establishment de la época, llegando a fundar su propio partido —el actual partido demócrata— (de hecho, se dice que el símbolo del burro, dibujado por primera vez por Thomas Nast es por él).

Durante cuatro años denunció el supuesto fraude, lo que se conocería como The Corrupt Bargain, y durante cuatro años ese fue el tema nacional y totalmente polarizador de la ciudadanía estadounidense. O se estaba con Adams o con Jackson, o con la élite política o con la gente de a pie. Y ese ruido ensordecedor durante la legislatura tuvo un claro ganador final: en las siguientes elecciones de 1828, Andrew Jackson (que se enorgullecía de ser una persona normal y no un corrupto de Washington) arrasó.

Durante esos convulsos cuatro años, la ciudadanía entendió que las élites habían adulterado los resultados, y esa idea fue alimentada una y otra vez por Jackson y sus simpatizantes, organizándose por todo el país para difundir el supuesto fraude. No importaba que fueran matemáticas: sencillamente los estados que en 1824 votaron por Clay, en el Congreso votaron por Adams (porque era su segundo candidato favorito, mientras Jackson era el tercero o cuarto). Lo que importaba, para los ahora airados miembros del partido demócrata, es que se había cometido una injusticia. Y la indignación producida generó esa rabia e ira, con una movilización política como nunca se había visto.

Porque la rabia puede tener éxito cuando tiene razones objetivas para existir, como indicaba Aristóteles, y aún más, como reafirma Sloterdijk en su libro Ira y tiempo, cuando proviene de la indignación ante un ataque a algo que se siente como propio (“la cólera no es un sentimiento primario, sino un sentimiento reactivo hacia el orgullo herido”). También Marta Nussbaum habla del potencial éxito político —y revolucionario— de la ira siempre y cuando esa ira provenga del intento de restituir la injusticia. Eso es lo más importante. Si la ciudadanía siente que hay una injusticia, la rabia puede permitir que se organicen y se movilicen por esa causa, y que lo hagan con más ímpetu que nunca. Y ante una parte de sociedad airada, usar el populismo es mucho más sencillo, y polariza y moviliza mucho más, lo que genera un voto más fiel.

Volvemos al presente. Donald Trump habla, indignado, de fraude, y esa indignación está movilizando a los suyos, a muchos de esos 70 millones de votantes polarizados durante los últimos cuatro años, que tienen en esa rabia por esa supuesta injusticia cometida la espoleta para su revolución durante los próximos cuatro años. Trump va a intentar usarlo, sin duda, como ya lo está haciendo.

Porque ese será su relato los próximos meses o años: ha sido un fraude y él es una víctima: del establishment, de las élites, del sistema corrupto de Washington, de la prensa… es culpa de todo el mundo menos suya. Porque Trump nunca pierde, y porque Trump, como buen populista, usa el antagonismo como una de sus herramientas comunicativas: todo es culpa de los otros.

En cualquier caso, y a falta de ver cómo se desarrolla esta potencial ira indignada a favor de Trump, creo que la ira que debe preocupar al nuevo Gobierno de Joe Biden no es tanto esta, sino una anterior. Se trata de la ira indignada de aquellas personas que votaron a Trump no en 2020, sino ya en 2016. Porque veían su situación injusta, y veían en Trump a esa persona diferente, alejada de las élites políticas, y que sí se preocupaba por sus dudas y amenazas, que estaba en contacto con lo que la ciudadanía sufría, especialmente la que no sale en los medios de comunicación, ni vive en grandes ciudades multiétnicas.

Es difícil hacer cambiar de opinión a una persona que cree que no se es justo con ella. Y mucho más difícil si casi todo el relato político demócrata no tiene que ver con esas personas, ni con lo que les rodea, ni con lo que entienden, ni con su cotidianidad. Si sienten que ellos son el pueblo de a pie (una sociedad sana versus una corrupta, que diría Rosanvallon), y no Biden o los demócratas, o ese cosmopolitismo de ciudad tan ajeno a sus vidas.

Trump era en 2016 la salida airada a una situación de descontento y de sentimiento de injusticia. Era un fuerte golpe de protesta sobre la mesa. La polarización de estos cuatro años, impulsada por Trump (pero no solo) ha conseguido que siga siendo así, y que la sociedad se divida mucho más, encumbrando al republicano como la alternativa clara a esa manera de ver el mundo desde la política profesional y los medios.

La polarización ha logrado que esto no fueran unas elecciones, sino un plebiscito sobre Trump, y un plebiscito sobre dos maneras de entender el presente y el futuro de Estados Unidos. Estos dos Estados Unidos no van a desaparecer para convertirse en uno solo, por mucho que invoque —y hace bien— Joe Biden en sus discursos. El trumpismo va a existir mucho más tiempo que la propia presidencia de Trump, porque se ha convertido en símbolo para buena parte de la población.

En 1990, el escritor guatemalteco Augusto Monterroso escribió uno de los relatos más cortos en lengua española: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Cuando Joe Biden sea presidente electo, incluso aunque Trump —sorprendentemente para todos— llegue a aceptar la derrota, aunque la ira y la indignación por el supuesto fraude electoral sin pruebas deje de sentirse como injusto y, por ende, deje de tener sentido. Aun cuando todo ello suceda, el trumpismo seguirá allí. Porque la indignación de muchos votantes no era —ni es— sólo a favor de Trump o del recuento electoral, sino en contra de un mundo que consideran que no es justo con ellos. Cuando la legislatura Biden-Harris despierte, el dinosaurio todavía estará allí, y costará echarlo.

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