The streets of several cities in the United States are at a boiling point. The detonator: a succession of cases that combine police brutality with deaths involved and controversial decisions by juries, and with African-American citizens who feel that there has been no justice; that racial violence is still both latent and real.
The episode that has captured such symbolism is that of Eric Garner, who was arrested for being a cigarette vendor in New York last July in a procedure that included the use of an illegal hold by police officer Daniel Pantaleo. Garner eventually suffocated and, while dying, said, "I can’t breathe."
The last words of the victim have been the main slogan of those who have taken to the streets to protest after learning on Wednesday that a jury decided not to prosecute Pantaleo.
The cup has been overflowing. The outrage that led to this outcome was caused by a mixture of three recent episodes: Tamir Rice, the 12-year-old boy who was fatally shot by police officers while manipulating a toy gun in Cleveland, Ohio; that of Michael Brown, fallen in similar circumstances in Saint Louis, Missouri, in which the jury made the same decision as in the Garner case, and Trayvon Martin, shot dead by a guard at Sanford, Florida. Here, the jury found that the person who caused the death acted in self-defense through a "fear of the feeling of being attacked," as established state law, and for that reason, chose to acquit him.
The framework of these protests is the paradox that results from seeing how old racial prejudices against this population persist among authorities and a certain sector of society, in times in which not only the occupant of the White House, but also the attorney general, Eric Holder, is of the same origin — prejudices that become evident in police abuse — as well as an obvious bias in the application of justice.
In this country, an African-American is four times more likely to be deprived of his liberty without due cause than white, as recognized last week by former Secretary of State Hillary Clinton. It is painful to see that the arrival of an African-American to the presidency of the north is not the happy ending of a long struggle for equality, but just one step in a path made to look longer and steeper by the conduct of these officers, who also evidently have support.
But what should cause the most concern is the growing sense of frustration as a result of seeing that the architecture of the judicial system is more vulnerable than previously believed, a fact that violates the basic principle of equality of all citizens before the law.
As one protester in Brooklyn put it: "It's not just outrage at the police, its outrage at a system that allows them to do terrible things."
Fifty years after the enactment of the landmark civil rights law that banned any kind of racial segregation, it is evident that this still does not fully meet its promise. With a change in the law, there has to be a cultural transformation. Ultimately, what these days of turmoil make clear is that, perhaps to the surprise of many, equality in this country remains a work in progress.
Las calles de varias ciudades de Estados Unidos están en plena ebullición. El detonante: una sucesión de casos que combinan brutalidad policial, con muertos de por medio, y polémicas decisiones de jurados con ciudadanos afroamericanos que sienten que no ha habido justicia, que la violencia racial sigue latente y real.
El episodio que ha cobrado simbolismo es el de Eric Garner, vendedor de cigarrillos, quien por esta razón fue arrestado en Nueva York el pasado julio en un procedimiento que incluyó el uso de una llave ilegal del policía Daniel Pantaleo, que terminó por asfixiarlo, mientras, agonizante, Garner exclamaba “no puedo respirar”.
Las últimas palabras de esta víctima han sido la principal consigna de quienes han salido a reclamar, luego de conocer el pasado miércoles que un jurado popular decidió no procesar a Pantaleo.
La copa se ha ido llenando. La indignación ante esa determinación se mezcló con la de tres episodios recientes: el de Tamir Rice, el niño de 12 años que recibió disparos mortales de efectivos policiales mientras manipulaba una pistola de juguete en Cleveland (Ohio); el de Michael Brown, caído en similares circunstancias en Saint Louis (Misuri), en cuyo caso el jurado tomó la misma decisión que en el de Garner y el de Trayvon Martin, muerto por un disparo de un vigilante en Sanford (Florida). Aquí, el jurado consideró que el causante de la muerte actuó en defensa propia por el “temor ante la sensación de poder ser atacado”, como lo establece una ley estatal; y por tal motivo, optó por absolverlo.
El marco de estas protestas es la paradoja que resulta de constatar cómo viejos prejuicios raciales contra esta población persisten entre las autoridades y cierto sector de la sociedad, en tiempos en los que no solo el inquilino de la Casa Blanca, sino también el fiscal general, Eric Holder, es de este mismo origen. Prejuicios que se hacen palpables en los abusos policiales, como también en un sesgo evidente en la aplicación de justicia.
En este país, un afroamericano tiene cuatro veces más posibilidades de ser privado de su libertad sin justa causa que un blanco, como lo reconoció la semana pasada la exsecretaria de Estado Hillary Clinton. Dolorosa manera de comprobar que la llegada de un afroamericano a la presidencia del país del norte, más que el final feliz de una larga lucha por la igualdad, es apenas un paso más de un camino que lo hacen ver más largo y empinado estas conductas de los representantes de la ley, que además tienen evidente arraigo.
Pero lo que más debe preocupar es el creciente sentimiento de frustración como resultado de comprobar que la arquitectura del sistema judicial es mucho más vulnerable de lo que se creía, a criterios que atentan contra el principio básico de igualdad de todos los ciudadanos ante la ley.
En palabras de una manifestante en Brooklyn: “No es solo indignación hacia la policía, es indignación hacia un sistema que les permite hacer cosas terribles”.
Cincuenta años después de la promulgación de la histórica ley de derechos civiles que prohibió cualquier tipo de segregación racial, queda en evidencia que esta todavía no cumple del todo su promesa. Y es que con el cambio de las leyes tiene que darse una transformación cultural. En últimas, lo que estos días de agitación dejan claro es que, tal vez para sorpresa de muchos, la igualdad en este país sigue siendo una obra inconclusa.
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