The second debate between U.S. presidential candidates Hillary Clinton (Democrat) and Donald Trump (Republican) took place last Tuesday evening in St. Louis, Missouri. More than just an exhibition of their two contrasting personalities, it was a chilling demonstration of the lack of substance, frivolity and even vulgarity that have come to characterize our northern neighbor’s political system. With hardly a mention of their proposals for governing the nation — only a few predictable slogans — the two presidential hopefuls squared off in a personal battle of slurs, gossip and even threats of criminal prosecution (by Trump against Clinton). They put on a show that was even more appalling than their first meeting in New York on Sept. 26.
Once again, it was clear that the former secretary of state has an interventionist and warlike mentality, and a huge capacity for rationalizing her own mistakes and lapses. However, she also has an organized political mind, and broad experience both with political power and in what are commonly referred to as boardrooms. For his part, the tycoon made his umpteenth display of intolerance, dialectical incompetence, phobic extremism, ignorance and demagoguery, which adds up to the most dangerous personality seen in a presidential contender in decades, or maybe across all of U.S. history.
But beyond the personalities, the second debate leaves us with an obvious question: How did the country that considers itself the shining example of democracy in the world come to such ideological desolation? It’s scandalous, to say the least, that the U.S. presidency, an office that carries such overwhelming responsibilities — decisions about the use of the nuclear button, for one — and that is so important to the world, should be contested not on the basis of comparing international and national or political, economic and social programs but by an exchange of accusations in misogynistic terms (repugnant, really) and by the use (clearly inappropriate) of an email server, and by allegations of financial and fiscal mismanagement by both candidates.
The excessive pursuit of profits by the companies controlling the news media, especially television, has played a major role in the extreme trivialization of politics, as could be seen on Sunday night. This phenomenon, while not limited to the United States, has acquired a tragic dimension there. A concern that has been repeated over and over again has to do exclusively with the Republican presidential hopeful: just weeks from the election, it’s still amazing that someone like Donald Trump has succeeded in getting so far on such an outrageous platform.
In this respect, the unavoidable conclusion is that his platform, rudimentary, fear-ridden and violent, is satisfying, rewarding and reassuring to a larger number of U.S. citizens than might be expected. It is clear, furthermore, that in spite of the dozens of leaders, legislators and prominent figures in the Republican Party who have weighed in at the last minute, that that organization hasn’t been up to the task of stopping the unexpected rise of the New York businessman. In Trump’s racism, his misogyny, his coarseness and his ignorance — characteristics for which he has been known for a long time — the Party found nothing incompatible with its platform and ideology.
What is most mind-boggling, in short, is that although the odds the Republicans will win the election are be dwindling day by day, Trump is a valid candidate within the terms of reference of this political system. And he represents a type that is attractive to an important sector of the U.S. electorate.
EU: miseria de la democracia
La jornada (México)
Editorial
11 de octubre de 2016
El segundo debate entre los candidatos presidenciales estadunidenses Hillary Clinton (demócrata) y Donald Trump (republicano), realizado la noche del pasado domingo en San Luis Misuri fue, más que una exhibición de dos personalidades contrastadas, la escalofriante demostración de la insustancialidad, la frivolidad y hasta la chabacanería que caracterizan el sistema político del país vecino. Sin más referencias a las propuestas de gobierno que unas cuantas consignas predecibles, ambos aspirantes a la Casa Blanca se trenzaron en un duelo personal de descalificaciones, chismes e incluso amenazas de persecución judicial (de Trump a Clinton), y ofrecieron un espectáculo incluso más abismal que el de su primer encuentro, celebrado en Nueva York el pasado 26 de septiembre.
Quedó claro una vez más que la ex secretaria de Estado posee una mentalidad injerencista y belicista y una gran capacidad para minimizar sus propios errores y extravíos, pero también que tiene un pensamiento político estructurado, una vasta experiencia en el poder público y lo que suele llamarse tablas. El magnate, por su parte, hizo una enésima exhibición de intolerancia, impericia dialéctica, extremismo fóbico, ignorancia y demagogia, en lo que constituye la personalidad más peligrosa que se haya presentado en décadas, o acaso en toda la historia estadunidense, a una contienda presidencial.
Pero más allá de las personas, este segundo debate deja tras de sí una pregunta obligada: ¿cómo ha podido llegar el país que se presume ejemplo mundial de democracia a semejante desolación ideológica? Es escandaloso, por decir lo menos, que la presidencia estadunidense, un cargo político que conlleva tan abrumadoras responsabilidades –las decisiones sobre el botón nuclear, de entrada– y que es tan relevante para el mundo, se ponga en juego no en un contraste de programas internacionales y nacionales, políticos, económicos y sociales, sino en un intercambio de acusaciones por expresiones misóginas (en realidad repugnantes) y por el uso (a todas luces indebido) de un servidor de correo electrónico, o por sospechas de malos manejos financieros y fiscales por ambos contendientes.
El desmedido afán de ganancias de las corporaciones dueñas de los medios informativos, especialmente la televisión, ha desempeñado un papel de suma importancia en la extrema banalización de la política que pudo apreciarse la noche el domingo, un fenómeno que si bien no es exclusivo de Estados Unidos, adquiere allí una dimensión trágica. Una inquietud que se repite hasta el cansancio tiene que ver exclusivamente con el aspirante presidencial republicano: a pocas semanas de las elecciones, sigue resultando asombroso que un individuo como Donald Trump haya podido llegar tan lejos con un discurso tan impresentable.
Resulta obligado concluir al respecto que ese discurso rudimentario, fóbico y violento es satisfactorio, gratificante y alentador para un número de ciudadanos estadunidenses mucho mayor del que cabría pensar. Es inocultable, además, que pese a los deslindes de última hora de decenas de líderes, legisladores y figuras prominentes del Partido Republicano, esa organización fue incapaz de detener el inopinado ascenso del empresario neoyorquino porque de inicio no encontró en su racismo, su misoginia, su rudeza y su ignorancia –características que se le conocen desde hace mucho– nada incompatible con la plataforma y el ideario partidistas.
Lo más escalofriante, en suma, es que aunque las posibilidades del republicano de ganar la elección de noviembre se reduzcan día tras día, Trump es un candidato válido para el sistema político y resulta un referente deseable para un importante sector del electorado estadunidense.
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The elderly president, vengeful and bearing a grudge, is conducting an all-out war against individuals, private and public institutions, cities and against U.S. states.