The United States is showing an alarming economic polarization, with employment growing at both extremes of the social scale and evaporating in the middle. Wall Street investors and corporate executives in New York, entrepreneurs in Silicon Valley and copywriters in the Los Angeles entertainment industry are all making a killing. The electricians, plumbers and nurses aren't hard up for work either. It's the enormous class in between, identified with the manufacturing industry, that is plummeting.
This polarization of jobs is connected to regional polarization. While coastal cities remain buoyant, the middle of the country sinks deeper into a spiral of deterioration. New York, Boston, San Francisco and Los Angeles prosper, while Pittsburg, Detroit, Cleveland and smaller cities like Albany, Georgia, Janesville, Wisconsin, and Dubuque, Iowa, are seeing increased deterioration.
As Berkeley academic Enrico Moretti has pointed out, structural changes to the economy favor those with higher levels of training and education; in other words, those in knowledge-based industries. These industries find homes in the large coastal cities and become beacons which attract the most qualified. This generates a virtual circle that reinforces the privileged character of these urban centers, as noted in Moretti’s book, “The New Geography of Jobs.” As these coastal centers expand, they demand greater services involving the lower rungs of the economic ladder: construction workers, plumbers, electricians, etc.
Meanwhile, employment is languishing in the middle of the country, particularly in the Rust Belt, where the heart of the U.S. manufacturing business is located. The social gap between the coastal cities and these economically depressed areas is growing in leaps and bounds. According to a Harvard study, life expectancy in cities like New York, San Francisco and Boston is 15 years higher than in these areas. Epidemic levels of smoking, alcoholism, opioids and suicide in social spheres suffering from unemployment, a lack of hope and opportunities, are responsible for the growing gap.
Reviving the middle of the country has become a priority in the U.S. political agenda. Donald Trump has proposed such a revival in the most absurd way possible: turning back time. Declaring globalization as the culprit of the country's social problems and trying to revive the U.S. with tariffs and trade wars only makes the situation worse. On one hand, the problems caused by globalization don't only represent the past, they are also irreversible. The problem today is not the jobs lost to emerging economies, but those lost to virtual ones: digital technology and automation.
On the other hand, thanks to globalization, emerging economies have prospered enough to become important consumers of U.S. exports. Initiating trade wars negatively affects those with the greatest capacity for exporting in the country. This particularly impacts the agricultural sector which shows the greatest vitality in the battered Midwest.
A more valid proposal is the one taking shape before the inevitable return of U.S. companies who find it cheaper to produce at home. Thanks to automation and digital technology, the total hourly cost of production in the developed world is around 5 euros, compared to 9 euros representative of labor in China.* Based on this viewpoint, companies returning to the U.S. ought to set up shop in the economically depressed cities and localities in the middle of the country.
It could well be argued that taking this step from emerging economies to virtual economies does not lead to many benefits in terms of reactivating jobs. New automated factories would do little to revive employment in Albany, Janesville or Dubuque. They would, however, have the potential to inject new energy into these areas in a number of alternative ways. It's the logic of the virtual circles currently prevailing in the coastal cities. In fact, many of the decaying areas are home to some of the country's major universities, which might consider replicating Stanford University’s success in promoting hives of production associated with technology. Either way, it's always preferable to march on with time than to try to pull it back.
*Editor’s note: The author attributes this information to “From Global to Local: The Making of Things and the End of Globalization” by Finbarr Livesey.
Estados Unidos evidencia una pasmosa polarización económica, con empleos que crecen a ambos extremos de la escala social, pero que se evaporan en el medio. Los especuladores de Wall Street y los ejecutivos corporativos de Nueva York, los emprendedores de Silicon Valley o los creativos de la industria del entretenimiento en Los Ángeles, van viento en popa. Tampoco a electricistas, plomeros o enfermeros les falta trabajo. Es la amplia clase media situada en el medio, e identificada con la industria fabril, la que se está viniendo a pique.
Esta polarización de empleos se identifica a su vez con una polarización regional. Mientras las ciudades costeras están boyantes, el país tierra adentro atraviesa por una espiral de deterioro. Nueva York, Boston, San Francisco o Los Ángeles, prosperan. Sin embargo, Pittsburg, Detroit, Cleveland, o ciudades más pequeñas como Albany (Georgia), Janesville (Wisconsin) o Dubuque (Iowa), han entrado en fase de deterioro creciente.
Tal como ha señalado el académico de Berkeley, Enrico Moretti, los cambios estructurales en la economía favorecen a los que disponen de mayor formación y nivel educativo, es decir, a aquellos situados en las industrias de conocimiento intensivo. Industrias éstas que se localizan en las grandes ciudades costeras y que se convierten en imanes de atracción para los más calificados. Ello genera un círculo virtuoso que refuerza el carácter privilegiado de estos centros urbanos (The New Geography of Jobs, New York, 2012). Desde luego, en tanto urbes en fase expansiva, estos núcleos costeros demandan también mayores servicios en la escala baja de la polarización social: albañiles, plomeros, electricistas, etc.
Entre tanto, el empleo languidece en el país tierra adentro. Particularmente en la llamada franja del herrumbre del Medio Oeste, donde se situó el emporio manufacturero estadounidense. La brecha social entre las ciudades costeras y las áreas más deprimidas de esta franja del herrumbre crece a pasos agigantados. De acuerdo a un estudio de Harvard, la expectativa de vida en ciudades como Nueva York, San Francisco o Boston es de 15 años más que en estas zonas deprimidas. El tabaquismo, el alcoholismo, los opioides o el suicidio, que han asumido carácter epidémico en estratos sociales agobiados por el desempleo, la desesperanza y la falta de oportunidades, son responsables de esta brecha.
Revivir al país tierra adentro se ha convertido, por tanto, en prioridad de la agenda política estadounidense. Trump se ha propuesto hacerlo de la manera más absurda posible: dando marcha atrás al reloj. Al declarar a la globalización como culpable de los males sociales de su país, y pretender revertirla con aranceles y guerras comerciales, no sólo equivoca el diagnóstico sino que empeora la enfermedad. Por un lado, los problemas causados por la globalización no sólo representan el pasado, sino que son ya irreversibles. El problema hoy no son los empleos que se pierden ante las economías emergentes, sino los que se pierden ante las economías virtuales. Es decir, ante la tecnología digital y la automatización.
Por otro lado, gracias a la globalización, las economías emergentes prosperaron lo suficiente como para transformarse en consumidores importantes de lo que Estados Unidos exporta. Más aún, al propiciar guerras comerciales se afecta por vía de represalias a quienes disponen de mayor capacidad exportadora en ese país. Ello impacta de manera muy particular a su sector agrícola, que es por cierto el que mayor vitalidad evidencia en el golpeado Medio Oeste estadounidense.
Mucho más valida como propuesta, es la que va tomando cuerpo ante el inevitable regreso de empresas estadounidenses que encuentran ya más barato producir en casa. Gracias a la automatización y a la tecnología digital, el costo total de producción por hora en el mundo desarrollado se sitúa en alrededor de 5 euros, frente a los 9 representado por la mano de obra intensiva en China (Finbarr Livesey, From Global to Local, New York, 2018). Bajo esta óptica, las empresas que regresan deberían instalarse en las ciudades y localidades deprimidas de tierra adentro.
Bien podría argumentarse, desde luego, que este paso desde las economías emergentes a las economías virtuales, no brinda muchos beneficios en términos de reactivación de empleos. Las nuevas fábricas automatizadas poco harían, en efecto, para revivir el empleo fabril perdido en Albany, Janesville o Dubuque. Sin embargo, si estarían en capacidad de inyectar nueva energía a estas localidades de muchas maneras alternativas. Es la lógica de los círculos virtuosos que hoy evidencian las ciudades costeras. De hecho, gran parte del país tierra adentro en decadencia hospeda a algunas de las principales universidades estadounidenses, las cuales podrían buscar replicar el papel de Stanford como promotora de enjambres productivos asociados a la tecnología.
Como sea, siempre es preferible acompañar al reloj de la historia que pretender darle marcha atrás.
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