Key leaders of the Democratic Party, including House Speaker Nancy Pelosi and Senate Minority Leader Chuck Schumer, tried yesterday to keep the corpse of “Russiagate” on life support, even if it was necessary to reverse the burden of proof to do it. It is not difficult to understand the frustration of those who, contrary to all political logic, had bet on the impeachment of Donald Trump before a defeat at the ballot box. But it is becoming much more difficult to unravel the reasons for insisting on a strategy of attrition that has been shown not to work, and which, to the contrary, presents the president as the victim of a progressive conspiracy that shows contempt for the voters’ decision.
Like him or not, Trump was elected president of the United States in a free election, after one of the wildest and most ruthless campaigns in recent memory; all the available weapons from the new communications media technologies were employed to damage opponents. The fact that other outside players entered into the mass media game, with intentions that are unfriendly to U.S. interests, must not make us forget that the U.S.’s own communications media have delivered the most painfully low blows, enthusiastically fueling the wildest lies and insinuations.
In the end, what Special Counsel Robert Mueller’s report has shown, after a two-year investigation in which more than 2,800 subpoenas were issued, 500 search warrants were executed, hundreds of communications were intercepted and testimony was taken from 500 witnesses, is that there was Russian interference, that that interference was one more kind of interference carried out during the campaign, and, fundamentally, that the investigation did not find proof or reasonable grounds to conclude that the Trump team conspired or coordinated with the Russian government to undermine the elections.
That Trump has emerged unscathed from prosecutorial scrutiny that was so far reaching and lasted so long is food for thought. Never, at least in recent memory, has a presidential election provoked such a visceral reaction among the losers, to the point of rejecting the legitimacy of the election, as if votes only have value within a predetermined intellectual and ideological framework. But Trump was not a stranger to the majority of voters, and he didn’t conceal his populist and nationalist views in his rhetoric. What is more, Trump prevailed over half a dozen serious Republican candidates, without budging an inch in his arguments.
We believe that in the long run, his protectionist policies, his exploitation of the fears and prejudices of the working class groups hit hardest by globalization and his resort to Manicheism in international affairs will bring more harm than good to U.S. society. But those policies emerged from the confrontation of ideas and programs and it is the condemnation of errors and proposed solutions, not a continuous and suffocating personal attack, many times backed up by simplistic and exaggerated ideas, that ends up wearing down its supporters. The reality is that today Trump is stronger than ever, and he has a good chance of winning a new term next year. The Democrats are going to have to resign themselves to ousting him via the ballot box. That is certainly a lot to think about.
A Trump hay que ganarle en las urnas
Los principales representantes del Partido Demócrata norteamericano, con Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara Baja, y Chuck Schumer, líder de la minoría demócrata en el Senado, trataban ayer de mantener con respiración asistida el cadáver del «rusiagate», incluso si para ello se tuviera que invertir la carga de la prueba. Pero si no es difícil entender la frustración de quienes, contra toda lógica política, habían apostado por buscar la destitución judicial de Donald Trump antes que su derrota en las urnas, se vuelve mucho más complicado desentrañar las razones para insistir en una estrategia de desgaste que se ha demostrado fracasada y que, por el contrario, presenta al inquilino de la Casa Blanca como víctima de una conjura progresista que desprecia la decisión de los electores. Nos guste o no, Trump fue elegido presidente de los Estados Unidos en unos comicios libres, tras una de las campañas más broncas y descarnadas que se recuerdan, en la que se emplearon todas las armas que proporcionan las nuevas tecnologías de la comunicación para dañar al adversario. Que en el juego mediático entraran otros participantes externos, con intenciones poco amigables para los intereses norteamericanos, no debería hacernos olvidar que los golpes bajos más dolorosos los propinaron los propios medios de comunicación estadounidenses, dando pábulo entusiasta a los bulos e insinuaciones más extravagantes. Es, en definitiva, lo que ha plasmado el informe del fiscal especial, Robert Mueller, tras una investigación de dos años en la que se han dictado más de 2.800 citaciones judiciales, ejecutado 500 órdenes de registro, interceptado centenares de comunicaciones y tomado declaración a 500 testigos: que la injerencia rusa existió, que fue una más de las que actuaron en la campaña y, fundamentalmente, que no se han hallado pruebas ni indicios racionales de que el equipo de Trump conspirara o se coordinara con el Gobierno ruso para desvirtuar las elecciones. Que Trump haya salido indemne de un escrutinio fiscal de tal envergadura y prolongado en el tiempo es materia de reflexión. Nunca, al menos en la historia reciente, la elección de un presidente de los Estados Unidos había provocado una reacción tan visceral entre los adversarios derrotados, hasta el punto de rechazar la legitimidad de las urnas, como si los votos sólo tuvieran valor dentro de un marco mental e ideológico predeterminado, Pero Donald Trump no era ningún desconocido para la mayoría de los votantes ni disimulaba la carga populista y nacionalista de su discurso. Es más, Trump se impuso en unas duras primarias a media docena de candidatos republicanos de peso sin cambiar un ápice sus argumentos. Creemos que sus políticas proteccionistas, la explotación del miedo y de los prejucios de las capas populares más golpeadas por la globalización y el recurso al maniqueísmo en las relaciones internacionales traerá, a la larga, más perjuicios que beneficios para la sociedad estadounidenses. Pero esas políticas se combaten desde la confrontación de las ideas y de los programas, desde la denuncia de los errores y las propuestas de soluciones, no con un permanente y asfixiante ataque personal, muchas veces sustentado en simplezas y exageraciones, que acaba por desgastar a sus impulsores. La realidad es que, hoy, Trump está más fuerte que nunca y las encuestas reflejan que tiene muchas probabilidades de reeditar su mandato el año próximo. Los demócratas deberían resignarse a deponerle a través de las urnas. Razones, desde luego, hay de sobra.
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American consumers will face higher prices, increased inflation, fewer available goods, and a drain of money from the global economy due to these unnecessary taxes.
Ursula von der Leyen ... has promised Trump a ransom to stop ... the threatened tariffs on European companies. It is unclear ... when the next round of blackmail will follow.