Las imágenes son impactantes, indignantes. Si alguien nos dijera que se trata de la antigua Sudáfrica o del sur estadounidense hace medio siglo lo creeríamos: manifestantes negros, policías blancos armados hasta los dientes, civiles blancos con armas largas defendiendo sus negocios o casas, autoridades blancas.
En pleno 2014, una fuerza policiaca que más parece un ejercito invasor intenta adueñarse de las calles de la pequeña comunidad de Ferguson, en Missouri. Su equipamiento no es el que normalmente veríamos en un cuerpo anti motines o de “control de multitudes”, como ahora se les llama eufemísticamente. No, desde los uniformes hasta los transportes, las armas, las posturas, se trata de una policía militarizada.
Este cuerpo de policía, el de Ferguson, es al que pertenece un integrante que hace nueve días balaceó a un joven desarmado que caminaba por la calle con un amigo a plena luz del día. Su falta, la que le costó la vida, fue precisamente esa: iba caminando por la calle y no en la banqueta. El policía los conminó a subirse a la acera, los jóvenes lo desobedecieron, y ahí comenzó una confrontación cuyos detalles son todavía poco claros.
A partir del 9 de agosto Ferguson ha perdido toda apariencia de normalidad. Es una ciudad asediada, y no me queda claro si la zozobra la generan más las protestas y disturbios o la respuesta policiaca. Gases lacrimógenos, toque de queda, detenciones en masa, represión a vecinos, a manifestantes, a periodistas. Tácticas intimidatorias que van no sólo en contra del espíritu de la ley sino que son totalmente opuestas al más elemental sentido común. Y es que una comunidad sacudida por la muerte trágica y hasta ahora inexplicable de un joven sin antecedentes criminales lo que requiere es atención y consuelo, no mano dura, represiva. Las en este caso mal llamadas fuerzas del orden solo han agravado una de por si delicada situación.
En el fondo de lo que hoy sucede en Ferguson se encuentran dos fenómenos diferentes.
El viejo drama de las inner cities estadounidenses, que se fueron vaciando conforme sus habitantes más prósperos migraban hacia los suburbios, se ha ido replicando gradualmente en los barrios aledaños. Las que en alguna época fueron imanes para las clases media y altas que huían del centro son hoy colonias predominantemente negras y de clase media baja o baja. Los suburbios ricos están cada vez más alejados.
Mientras que la composición étnica y socioeconómica de muchas de esas comunidades cambia, las viejas estructuras de poder se mantienen igual. La población de Ferguson es mayoritariamente negra, no así sus gobernantes ni sus policías. Según el New York Times, dos terceras partes de los habitantes son negros, pero el alcalde y cinco de los seis concejales son blancos. De los 53 policías, sólo tres son negros.
Al mismo tiempo, EU ha visto un cambio radical en la manera en que sus policías se equipan. A raíz de los ataques del 11 de septiembre cada vez más ciudades han solicitado o recibido equipamiento que no sólo no requieren, sino que les hace responder de manera equivocada a los que siguen siendo sus retos principales. Una policía armada y vestida como para enfrentar a una peligrosa célula terrorista difícilmente puede tratar de tranquilizar a una multitud irritada o indignada. Como escribe Ross Douthat en el mismo NYT, es momento de quitarle sus juguetes a policías que más parecen preparados para combatir a integrantes de Al Quaeda que a criminales comunes y corrientes.
Hay policías, y políticos, que prefieren un helicóptero Blackhawk a una patrulla de caminos. Cada quien se proyecta y suple sus carencias o sus fantasías infantiles como puede. Pero el tamaño sí importa, y en este caso menos es más.
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