La solemne declaración de guerra del presidente de Estados Unidos, Barack Obama, contra el Estado Islámico (EI), además de patética, es una evidencia cristalina del cinismo cada vez mayor de la élite política de Occidente. El comandante en jefe de la primera potencia militar del planeta y premio Nobel de la Paz declara la guerra a otra pandilla de asesinos gestados por ella misma, como en su momento hizo Bush contra Al Quaeda y Osama Bin Laden. Sus palabras, por cierto, recordaban mucho las de su antecesor.
No he podido encontrar mayor diferencia entre el planteamiento ideológico y político del EI y de Al Queda, pues ambos propugnan el establecimiento de un califato islámico y la aplicación de una versión aberrante de la sharia, o ley islámica, en el mundo entero.
Lo que sí une muy claramente a estas dos organizaciones es el hecho de haber surgido a consecuencia de las políticas de guerra, saqueo, pillaje y masacre de civiles llevadas a cabo por Estados Unidos y sus aliados contra los pueblos musulmanes, en particular contra los sectores que adhieren a la vertiente sunita del islam. Sabido es de sobra que Washington también agrede a pueblos, estados y organizaciones de integración mayoritariamente chiíta –la otra gran rama del islam– como es el caso de Irán, y de Hezbolá en Líbano, con más odio si cabe que a los sunitas, toda vez que el Estado persa y la resistencia patriótica libanesa están entre las fuerzas que rechazan más eficazmente las políticas imperialistas y sionistas.
Un resumen de las guerras de Estados Unidos en las últimas décadas nos lleva a Afganistán, donde la CIA, en alianza con el ultrarreaccionario reino saudita y los servicios especiales de Pakistán armó una legión de extremistas fanáticos (los futuros talibanes) para combatir a las tropas de ocupación soviéticas, destruir al Estado laico y suprimir las corrientes progresistas existentes dentro del país. De esa alianza surgió Al Quaeda bajo la dirección de Osama Bin Laden, príncipe saudita y destacado operador de la CIA contra los soviéticos. Aunque no es materia de este artículo, cabe señalar que la invasión de Afganistán fue uno de los más graves errores de la política exterior de la Unión Soviética.
Entre las consecuencias fundamentales de las guerras recientes de Estados Unidos están la destrucción del Estado iraquí y la muerte de cientos de miles de sus habitantes, incluyendo decenas de miles de niños. Irak era un Estado laico que, con todos los peros que se quieran, mantenía una actitud de resistencia a la expansión imperialista y sionista en Medio Oriente. País floreciente por su pujante desarrollo económico, político, social y cultural, donde no existían apenas rencores entre sunitas y chiítas, ni entre estos y las minorías cristianas y turcomanas, Estados Unidos destruyó sistemáticamente su extraordinaria infraestructura industrial, de servicios y comunicaciones con la suma de sus odiosas sanciones y la guerra del Golfo (1990).
Su última agresión en 2003, basada en la repugnante mentira de que Irak poseía armas de destrucción masiva, pulverizó lo que podía quedar en pie y mediante una política deliberada de contrainsurgencia empujó al odio entre sus comunidades confesionales y étnicas, que ha llevado a una cadena de masacres sectarias y a la muerte o emigración de miles de profesionistas, científicos e intelectuales de ambos sexos, así como de clérigos.
Una vez ocupado Irak, Washington escogió gobernarlo apoyándose en los más deleznables personajes de su mayoritaria comunidad chiíta, que siguieron un política de exclusión y represión de los musulmanes sunitas, cuando menos apoyada tácitamente por los ocupantes.
Renglón aparte merecen los kurdos de Irak, realmente oprimidos desde siempre, como en general, en todos los estados donde reside esa minoría, pero cuya dirección política actual en Irak es aliada de Estados Unidos e Israel.
El huevo de la serpiente del EI se concibió en Afganistán, más tarde se empolló en Irak y se multiplicó exponencialmente con las guerras imperialistas contra Libia, Siria, las zonas tribales de Paquistán y Yemen así como Somalia. En Libia y Siria Estados Unidos congregó a decenas de miles de extremistas sunitas financiados y espléndidamente armados por Qatar, Arabia Saudita y otras petromonarquías árabes para lanzarlos al cuello del gobierno legítimo de Bashar Assad. Jordania y Turquía facilitaron el paso a Siria, inteligencia y el entrenamiento de muchos de ellos.
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