Así como Estados Unidos ha sido el mejor aliado para la guerra, sin duda podría convertirse en el mejor socio para la paz.
Nadie puede negar el impacto y la importancia que ha tenido la colaboración de Estados Unidos en la guerra contra el terrorismo y el narcotráfico en Colombia. No estarían las Farc sentadas en La Habana –y ‘Timochenko’ viajando a visitar a sus pupilos– si no hubiera sido por la combinación de un inmenso esfuerzo militar propio, amparado por los recursos económicos y técnicos del Plan Colombia.
Estados Unidos ha jugado un papel catalítico en la consolidación de la capacidad militar y policial del Estado. La estrecha colaboración entre nuestros dos países le cambió, en década y media, el rumbo a la guerra interna de manera definitiva. De una situación de constante avance estratégico de la guerrilla y del narcotráfico, a finales de la década de los noventa, se pasó a la ofensiva y se logró arrinconar a los enemigos de la democracia. Con razón, muchos partidarios de los grupos terroristas y del crimen organizado denunciaban el Plan
Colombia y pedían a gritos: “Yankees, go home”.
Ahora que ha llegado la oportunidad de pasar de la guerra a la paz, es necesario preguntarse cuál debería ser el papel que desempeñe Estados Unidos en esta fase de reconciliación. El rol de países como Venezuela y Cuba no requiere mucha elaboración.
Pero no es prudente, por decir lo menos, abordar semejante proceso, con tan inmensas consecuencias para el país y para el Hemisferio, sin una estrategia de política exterior que involucre explícitamente a quien ha sido el principal aliado en la guerra. La paz no solo se logra gracias a la buena voluntad de los amigos del enemigo. También son indispensables los aliados del Estado en esa lucha.
El gobierno Santos, la señora Canciller y el embajador Luis Carlos Villegas han logrado un primer paso fundamental. Obama y su eficaz maquinaria diplomática han manifestado un respaldo generoso al proceso de paz, que no se puede dar por descontado.
Quienes conocen el entorno de Washington saben que para un gobierno demócrata apoyar un proceso de negociaciones con un grupo que está clasificado formalmente –bajo la ley americana– como narcotraficante y terrorista es un significativo acto de confianza en el país. Además, apoyar un proceso en el que están involucrados los némesis de los republicanos, Cuba y Venezuela, precisamente cuando se está calentando el entorno electoral, no es precisamente algo fácil de digerir.
La respuesta a la pregunta de qué sigue con los gringos es muy sencilla en el fondo. Así como Estados Unidos ha sido el mejor aliado para la guerra, sin duda podría convertirse en el mejor socio para la paz. No como un convidado de piedra que produce comunicados de apoyo si no, más bien, como un verdadero protagonista en la construcción de la salida definitiva del conflicto.
Me atrevo a intuir que los camaradas de La Habana se pasan la mitad del tiempo especulando qué hará Estados Unidos en esta o en aquella situación. Y hacen bien, porque una paz estable exige resolver muchos temas que se cruzan con los intereses regionales y globales de ese país.
Además, abrir la puerta a Estados Unidos desataría su generosidad y su buena voluntad. Muchos procesos de paz se volvieron factibles porque los gringos jugaron un papel fundamental. Pregunten en Irlanda o en Sudáfrica. Además, tener a Estados Unidos del lado de la reconciliación es un disuasivo para los enemigos domésticos de la paz. Y existen otras externalidades. La presencia de Estados Unidos abre nuevos canales de diálogo y cambia las agendas con Cuba y Venezuela. Algo muy bienvenido para la región. Yankees, please, come home.
Díctum. La confusión y el miedo están reinando otra vez. Es la hora de los filósofos. Hay que pensar en una nueva visión del mundo que nos salve del apocalipsis.
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