Lo que Anderson sueña
Vicio propio es una epopeya setentera y un tributo a las mafias y a las drogas. Una canción hippie de dos horas y una alegoría de chistes visuales, colores, ruido y situaciones inverosímiles, que bailan y se mezclan en desorden y sin filtros. Un cóctel de ingredientes supremos: los hermanos Cohen, Tarantino y ¿Pedro Almodóvar? Y la graduación de Paul Thomas Anderson, en la ficción de explotación.
Para el director es una película bastante definitiva, de ningún caso producto del azar. Solo hay que fijarse en trabajos anteriores como Boogie Nights (1997), para darse cuenta cómo algunos planteamientos visuales (lo que tiene que ver con el sexo y su puesta en escena) se halla hoy mucho más refinado. O en la perturbadora Pozos de ambición (2007), de la que se ha desechado la omnipresencia de la violencia. Y Vicio propio es ya bastante violenta. No por la sangre que derrama, sino por la manera trepidante y siempre extrema en que está contada. El mero arte de decir las cosas sin decirlas, y hacerlo de manera tal, que al decirlas, duelan. De ahí que a través de la película, Anderson pueda hablar de su propia evolución como director.
En este circo de mafiosos y yonquis, personajes oscuros, nobles y blandos, siempre fuera de la ley; las verdaderas reglas del juego las dicta la dirección de arte. Desde los empapelados, hasta los muebles de cuero que rechinan a la menor acción (y aquí cabe destacar la labor de los sonidistas), pasando por letreros, telas, objetos y estampados. Todo habla, todo es narración e historia; todo contribuye a sumergir al espectador, no en la década de los setentas, sino en los setentas que Anderson, en su fascinación por lo pasado, imagina.
El carácter pictórico de su narrativa, alcanza el clímax en el momento última cena que protagoniza Owen Wilson. La plasticidad de la imagen y la textura de sus personajes, toca todos los valores de una década: retrata la trivialidad, lo vano, lo claro y lo oscuro de cuanto bordea al orden y a la sociedad civilizada. Un chiste dramático contado una y otra vez y del que uno nunca se llega a cansar. El guion es una obra de arte. Los diálogos, equilibrados y justos, danzan entre el delirio y la elocuencia, hasta acabar entendiéndose y sonando prácticamente como una melodía.
Joaquín Phoenix nos regala otra interpretación inolvidable y un personaje de culto. Como muchos de los que completan el reparto pero a los que Paul Thomas Anderson no les permite acabar de nacer.
Vicio propio encuentra en su mal gusto, un lenguaje creativo y divertido para hablar de drogas y de amor; trazando, entre el bien y el mal, transversales a veces borrosas que abren un debate interesante sobre el estado de la sociedad. Típico de Anderson.
@gvargaszapata
gvargaszapata@hotmail.com
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