Estados Unidos se apodera del fútbol latinoamericano
El día (Bolivia)
Por Claudio Ferrufino
21 de Junio de 2016
Suena a “imperio” ahora que esa palabra se ha puesto otra vez de moda entre imperiales, reyezuelos, diputadas-hiena y millonarios de nuevo cuño en nuestra América. Sin embargo, el peso que otrora tuviera se ha disuelto en la maraña mal llamada socialista de rejuntados cuyo fin es el robo mientras decoran el latrocinio con rimbombantes declaraciones y peores espectáculos y que la esgrimen hasta en graffitis de baño público.
Resulta cómico ver que quien fustiga más al llamado imperio (Estados Unidos) es el jefe plurinacional de la cuasi república de Bolivia; cómico porque no pierde oportunidad de ir a airear su extravagante personalidad en los mejores hoteles del norte que odia, y refrescar sus piernas nativas en “chores” (shorts) que utiliza para jugar lo que más le gusta después de lo otro.
Un pequeño circunloquio más, si me permiten, aunque todavía hablamos de fútbol, está en la lesión del mandatario boliviano que lo mantendrá lejos del jolgorio deportivo (a ver si así se ocupa de lo que importa). Me ha dicho un escritor local con oficio de yatiri que aquello viene de una sentencia lanzada desde el piso por uno de los discapacitados apaleados en La Paz. Karma, quizá, y si lo es, santa “maledicción”.
Al tema, ahora. La Copa América Centenario (el viejo campeonato sudamericano) se juega en los Estados Unidos. Desde hace unos años vemos que este país antes reacio a patear pelota (soccer) se ha interesado en el deporte. Paradójico que haya sido el eje principal para romper (en apariencia) el espinazo de corrupción en la FIFA y que los dirigentes perversos estén siendo extraditados –criminales que son- acá.
El fútbol siempre ha sido la expresión más emotiva de los nacionalismos. Colectivo y altamente democrático en esencia, ha servido para insuflar patriotismo en huestes apasionadas por lograr en el juego lo negado en historia; la mayoría de ellos. Con ribetes épicos como aquel del Dynamo de Kiev recordado por Galeano, o por Matías Sindelar, el astro austriaco considerado en su tiempo el más fino jugador del mundo, que prefirió suicidarse antes que vestir la camiseta nazi que avasalló Austria en nombre del pangermanismo. También absurdos: la guerra centroamericana, la de las 100 horas, entre Honduras y El Salvador que inmortalizó Kapuscinski.
Pues fútbol y nacionalismo se han inclinado, como todo, ante el peso del dinero. Sintomático que los partidos de mayor importancia de la copa mexicana se diriman en Los Ángeles o Houston y no donde debieran. Los dólares pesan más que las banderas. Ellos han traído esta Copa en su centenario para jugarse en terreno “adverso”. Imaginen la fiesta que sería disputándose en Buenos Aires, Río, Montevideo, Ciudad de México o Santiago. Ya no será así, creo que el asunto es irreversible. Me entero con asombro de saber que Bolivia jugó en Denver, donde vivo, o que Argentina disputa un amistoso con otro latinoamericano en Miami. Por supuesto que la ganancia superará con creces la de jugarse un match en Quillacollo, por citar ejemplo de ciudad pujante y comercial que sin embargo carece de competencia en baile millonario.
Globalización, claro, la impronta de la economía que se burla del patriotismo y de las emociones primarias del espectador de fútbol. Un partido entre los rivales ya nombrados, Honduras y El Salvador, en Washington capital, no despertaría el estallido de los morteros sino el de los hot dogs que se venderían por miles. Guerra con mostaza…
En ese sentido está bien; en el otro, en el de privar a la muchedumbre local de cada país, de ingresos muy inferiores a los de sus paisanos del norte, del espectáculo de sus equipos, nos invade la tristeza. En la infancia mi padre nos llevaba de la mano a ver a Wilstermann contra Colo Colo a pocas cuadras de casa y con bolsita de plástico para orinar. Poco a poco solo queda la nostalgia.
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