“Send her back… Send her back…” (“regrésala…”), coreaba una multitud en Carolina del Norte ante el silencio complaciente del orador. Los gritos iban dirigidos a Ilhan Omar, congresista estadunidense musulmana nacida en Somalia. Dos días antes, el orador –nada más y nada menos que el presidente de Estados Unidos– había emprendido una andanada de tuits que fueron calificados como “racistas” por el Congreso. Es sólo el principio: detrás de diferendos políticamente correctos como el socialismo o la visión sobre el Estado de Israel, el debate racial se ha vuelto a colar a la elección presidencial de nuestro vecino del norte.
Donald Trump ha normalizado ciertas palabras y arquetipos que parecen estar en el límite de lo que legal y éticamente puede permitirse un jefe de Estado; sin embargo, sus seguidores –que no son pocos– van mucho más allá en términos de una creciente intolerancia a la América no blanca, no anglosajona, no protestante, no inmigrante europea previa a la Segunda Guerra. Su base dura de votantes está regresando a una narrativa y retórica propias del desgarrador debate previo a la Ley de Derechos Civiles que se vio obligado a publicar Lyndon Johnson en los años ’70.
Cuando un estadunidense dice a otro estadunidense que “regrese a su país”, hay una clarísima connotación racial o religiosa de por medio. Cuando el jefe del Estado dice a una congresista electa que “regrese a su país”, Estados Unidos da vuelta medio siglo en la historia y hace pensar en las páginas más oscuras de su historia: la de Hamilton, que siendo padre fundador jamás permitió que sus esclavos fueran libres; la de Lincoln, que en la segunda mitad del siglo XIX debió enfrentar la guerra, la carnicería, la división e incluso la muerte, por defender la bandera de la no esclavitud; la de la marcha silenciosa de Selma a Montgomery en Alabama, o el asesinato de Martin Luther King. Hace pensar en este país colosal que, visto de cerca, se craquela y divide en millones de colores distintos.
“Send her back”, envíala de regreso, es un claro posicionamiento de la derecha norteamericana respecto de la posición de su país en el mundo: no más concesiones a naciones en desarrollo, no más refugiados, no más tolerancia a la inmigración ilegal, no hay más espacio para nadie, no tienen por qué convivir con religiones con las que han estado en guerra y que identifican –en una asociación burda y simplista– con el terrorismo; no más Estados Unidos pluricultural y multiétnico. Que prevalezcan el Midwest y el “deep South” (el inmenso territorio entre ambas costas y el sur profundo de Tenesse, Luisiana, Arkansas, Alabama, Georgia, Missouri). Make America great again.
Es desalentador que Trump cargue contra cuatro congresistas, mujeres, de color y religión distinta a la suya, y las convierta en ciudadanas de segunda clase. Ellas no pueden “volver” a sus países. África o América Latina no son más que la tierra de sus abuelos, no una patria a la cual puedan regresar. ¿Serían capaces los seguidores de Trump de decir “send her back” a una migrante caucásica o de algún país nórdico?, ¿es el color de la piel y no la medida del carácter –parafraseando a King– lo que está privando en este debate? Lo cierto es que para perjuicio de la democracia y debilitamiento de los derechos civiles, en pleno siglo XXI, el debate es abiertamente racial y polarizante. Lo dramático es que también es eficaz para fortalecer la base de votantes del partido republicano de cara a la elección de 2020. Esta posición presidencial –inédita en la historia contemporánea– sintetiza la nueva política migratoria, el trato a México y es consistente con los episodios más polémicos de Trump frente al delicadísimo tema racial: su ataque a los jugadores de futbol americano por arrodillarse durante la ceremonia del himno; y la defensa de los grupos supremacistas blancos que atacaron a civiles en Charlottesville.
El tema no es sólo el racismo con pedestal, comunicación y poder, sino la asombrosa capacidad de amalgamar apoyos a partir de una postura que –hasta hace muy poco tiempo– hubiese sido muy reprobada; y no sólo éticamente reprobable. Hoy se elije entre extremos, priva la irracionalidad, el miedo y la desconfianza en un mundo abierto y sin fronteras claras. Al desmantelamiento de las fronteras siguió la construcción de muros; al avance de las minorías y el ostracismo temporal del racismo en la política, el anhelo de la segregación y la redefinición de roles y castas en función –otra vez– del color de la piel, de la religión y del lugar donde se nace. Por increíble que parezca, el país más poderoso y una de las democracias más sólidas del mundo, muestra que tres siglos le fueron insuficientes para desterrar la vena que los ha dividido siempre, y que sólo las leyes pudieron mantener a raya: el soterrado racismo que los llevó a la Guerra Civil, que movilizó a la nación en los ’70 y que paradójicamente puede garantizar las condiciones para la relección de Trump.
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