Los amigos de Rudy
Lev Parnas e Igor Fruman habían logrado colarse hasta las más altas esferas del círculo cercano de Donald Trump, presidente de Estados Unidos. Esto no es poca cosa, tomando en cuenta que ambos nacieron en la entonces Unión Soviética, uno en Ucrania y el otro en Bielorrusia. Al derrumbarse el muro, emigraron a Estados Unidos, y obtuvieron la ciudadanía, quedándose a radicar en la Florida, pero sin perder sus contactos en Ucrania.
Estos personajes resultaron ideales para Rudy Giuliani, el abogado personal del presidente Trump. Giuliani había recibido la encomienda de obtener información que pudiera dañar a Joe Biden, el probable candidato demócrata a la presidencia en 2020, y puesto que su hijo Hunter ocupó un puesto directivo en Burisma, una compañía energética ucraniana, le mesa estaba puesta: era fácil acusar a Biden de usar sus influencias para ayudar al hijo.
Giuliani y sus nuevos amigos (o clientes, como él los describe) se pusieron a trabajar. Pero unos meses después, y ya ante el escándalo desatado por la llamada telefónica de Trump con el presidente ucraniano Zelensky, donde Trump exige información perjudicial contra Biden, empieza la investigación de la Cámara de Representantes, y aparece un citatorio para que Parnas y Fruman se presenten a declarar.
Reaparecen estos personajes el martes, un día antes de su comparecencia ante el Congreso, en la sala VIP de Lufthansa en el aeropuerto de Dulles en Washington, plácidamente esperando que llamen su vuelo a Frankfurt. Cuando llegan a la oruga para abordar, son interceptados por agentes del FBI, y arrestados bajo cargos de interferencia ilegal en el proceso electoral estadounidense.
¿Qué hicieron? Consiguieron dinero de un oligarca ruso aún no identificado, y contribuyeron con 325 mil dólares a la campaña del congresista texano Tom Sessions. A cambio, le pidieron a Sessions que los ayudara a que relevaran de su puesto a la embajadora de Estados Unidos en Ucrania. Sessions los complació, enviando una carta al Departamento de Estado, pidiendo la destitución de la embajadora Marie Yovanovitch, una diplomática de carrera con 30 años de experiencia. La querían fuera porque Yovanovitch insistía que cualquier presión al gobierno ucraniano para realizar investigaciones criminales debía hacerse a través de canales de oficiales, y eso no empataba con los planes de Giuliani, quien estaba encargado de desenterrar lodo sobre los Biden. Sessions, con ayuda y todo, perdió su reelección en 2018, pero sí contribuyó al relevo en la embajada.
El viernes, la embajadora Yovanovitch compareció ante el Congreso, desafiando la instrucción de la Casa Blanca, a través de Mike Pompeo, el secretario de Estado, de no presentarse. Reveló una sucia campaña de desprestigio y mentiras para provocar su salida de Kiyv (me dicen que así se escribe ahora el nombre de la capital de Ucrania, que antes conocíamos como Kiev) con objeto de facilitarle el camino a Giuliani. La orden vino directamente de Trump.
Rudy Giuliani está, a causa de los arrestos de Parnas y Fruman, en serios problemas. Y es que este par, además de instigar la campaña contra la embajadora, trataron de aprovechar su cercanía con Giuliani para colarse al turbio, pero altamente rentable mundo de la industria energética ucraniana. Ostentándose como “socios” de Giuliani, intentaron monetizar la relación, en beneficio de los tres.
Las fichas del dominó empiezan a caer, porque habrá más comparecencias esta semana, no todas con la bendición de la Casa Blanca. Y es que los servidores públicos profesionales, los de carrera, comienzan a decir “ya basta” ante los excesos y la corrupción desatada por Donald Trump. Ya era hora.
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