Las sanciones generales, aplicadas especialmente por el gobierno de Estados Unidos contra el gobierno revolucionario de Maduro, así como la posición diplomática de aislamiento, desligitimación y rechazo de lo que podría considerarse la comunidad internacional moderna, no han logrado, al menos por ahora, el objetivo central para el que fueron planteadas: presionar los cambios políticos en Venezuela, ya sea produciendo un cambio de gobierno o un cambio fundamental en el gobierno.
Este resultado, sin embargo, no es una sorpresa a la luz de la pobre efectividad que ésta estrategia internacional de aislamiento y sanciones ha tenido en la historia política del mundo, incluido los casos emblemáticos de Cuba, Irán, Siria, Corea del Norte y Zimbabue, donde la historia de sanciones tiene décadas, como también sus gobiernos intactos.
Pero esas sanciones, planteadas con objetivos políticos, han tenido, en cambio, un impacto relevante en el desenvolvimiento de la economía interna del país y su perfil de ingresos en divisas. Por una parte, las sanciones han limitado las operaciones del gobierno venezolano, no sólo con Estados Unidos sino con una gran parte del mundo, incluyendo algunos países y mercados que le han sido (y le son) afines a la revolución chavista, quienes se han visto obligados a revisar sus relaciones comerciales, públicas y privadas, con el gobierno de Venezuela, a la luz de los riesgos de impacto de las sanciones sobre sus empresas y gobiernos. Esto sin contar con las graves dificultades que el gobierno revolucionario tiene para utilizar sus recursos sin pasar por el sistema financiero norteamericano, que está bloqueado totalmente para él.
Pero podríamos decir que los impactos económicos más relevantes de las sanciones, aunque debamos considerarlos efectos secundarios no deliberadamente buscados, ha sido la pérdida de control del gobierno sobre la economía y el sector privado, del cual ahora depende para garantizar producción y abastecimiento y la diversificación e incremento de ingresos de divisas provenientes de fuentes no tradicionales, diferentes al petróleo. Estos ingresos provienen de fuentes legales e ilegales, mayoritariamente excentas de sanciones o con capacidad para evadirlas. Nos referimos a partidas como las remesas de los emigrantes venezolanos, la repatriación de ahorros privados en el exterior para financiar su vida en el país, las exportaciones no tradicionales (que incluyen ron, cacao, cangrejos y camarones), contrabando y actividades informales en frontera, el narcotráfico y narcolavado y, con una participación cercana al 35% de los ingresos no tradicionales totales: la explotación, legal e ilegal, de oro.
Aunque la mayoría de la gente habla de las remesas y repatriaciones como el elemento central que financia el circulante de efectivo en moneda extranjera en el país hoy en día, estas partidas, aunque crecientes, son sólo un pedazo de la historia. Se estima, por ejemplo, que las operaciones de oro ya representa varios millardos de dólares, se encuentra en plena expansión y le ha servido al gobierno venezolano para obtener divisas en efectivo, dar autonomía financiera a algunos gobiernos regionales de la revolución y permite mantener algunas relaciones comerciales nuevas con países aliados.
La evolución de los ingresos no petroleros es ascendente, les permite financiar algunas burbujas de actividad interna, que muestran cierto nivel de recuperación y alimentan la masificación del uso de divisas en las transacciones comerciales, dando oxígeno a parte de la población (y de carambola, también al gobierno en poder). Podríamos concluir que, en breve, Venezuela será un país con petróleo… pero no un país petrolero.
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