Nothing is as obvious in the viral proliferation of the Islamic State – which already covers northern Iraq, eastern Syria and zones in southeastern Turkey – than the incompetence of the United States in continuing with the policy initiated in the region from 2002. In principle, one can talk about Washington’s biggest foreign policy failure beginning in 1991, the year that the first intervention took place against Saddam Hussein.
Indeed, the Islamic State – Daesh in Arabic and the initials in English which are the equivalent to the Islamic State in Syria and the Levant – is the least anticipated balance remaining from the three wars in which the United States has been directly involved in the Middle East: the occupation of Afghanistan, the support to the rebels hoping to overthrow the government of Bashar al-Assad in Syria and the endless war in Iraq. All of the loss and waste has transformed into a war machine that is more efficient than what the Sunnis have managed to form up until now.
Reports about developments are reduced to columns that are observed as if from outside the region. What always amazes in the Sunni culture of war is the inescapable secrecy, a kind of denial, where discourse and narrative are strictly intended to be internal, as if public opinion was not a legitimate place to try to convince or dissuade, or at least to make policy.
The Islamic State militants comprise former officials and soldiers from Saddam Hussein’s army who fought the Shiites in the 1980s as well as in Iraq’s conflict with Iran. They are fighters with ample military experience. These fighters had to incorporate the Syrian rebels who fought in the civil war for four years. But most of all, the Sunni population in northern Iraq was permanently impacted by the alliance between American troops and the Shiite government in Baghdad. The difference with other forms of Islamic resistance is that they try as soon as possible to dominate the military and not the clergy. The theological narrative is its cement for action. Religion in the hands of the military.
White House figures show 30,000 Islamic State fighters armed with U.S. weapons captured from American-backed forces. But if viewed, in effect, as a people’s army, these figures are probably greater.
Their military strategy has all the signs of a policy known as “Lebensraum” (a “living space” in the language of German ideology from the first half of the 20th century which made expansion synonymous with ethnic and religious cleansing). The Islamic State group does not struggle by pretending to be a state (in Iraq and Syria), but instead, depopulates territories in order to build a “new order.” Even grander than it sounds, the term “caliphate” is a metaphor for a radically distinct order that reigns in Saudi Arabia, Bahrain and other emirates. There the structure is closer to a sultanate which is, in principle, quasi-monarchical. The caliphate, in contrast, can be formed by the fighters.
Indeed, this is the first widely known rebellion against military intervention from the West, which has a history of guerrilla wars fought between 2003 and 2007. And the broad awareness of the rebellion does not make it any less brutal or devastating. There is much speculation about the relationship between the Islamic State group, the current war and the geography of the country’s oil (in northern Iraq, 30 percent of its oil comes from their oil deposits, some of it already in the hands of rebels). Such speculation is legitimate. In the territories occupied by the Islamic State group, business negotiations continue with the global oil world.
One can reflect here about the government process of Iraq. Above all, one can see the failure and fallacy of the narrative which, since the 1980s, has recognized market discourse, inversions and openness as a condition for the development of democratic structures and civil coexistence. This all indicates that capitalism will increasingly grow in more unofficial forms of policy and in unexpected social orders.
Ten states from the region have united with the United States to combat the Islamic State group. All of them feel threatened by the Islamic specter which is not in the hands of the clergy, but in the hands of militants supported by popular contingents. The civil war in Iraq is an inter-Islamic conflict. The confrontation between the Sunni and Shiites has not been, up until now, any less dramatic than what was at one time a war between Catholics and Protestants in Europe.
What is so impressive is the crazy progression which this return to the past has produced about the current historical vantage points. Everything appears to indicate that this regression is supported by the same kind of energy that once predicted the future without the modern conventions we know today.
La cruzada de ISIS
Nada resulta tan evidente en la multiplicación viral de ISIS –que ya abarca el norte de Irak, el este de Siria y zonas del sureste de Turquía– como la incapacidad de Estados Unidos para continuar con la política que inició en la región a partir de 2002. En principio, se puede hablar del mayor fracaso de la política exterior de Washington desde 1991, año en que emprendió la primera intervención contra Saddam Hussein.
En rigor, ISIS –Daesh en árabe, las siglas en inglés equivalen a Estado Islámico de Siria y Levante– es la factura menos esperada de los saldos de las tres guerras en las que Estados Unidos se ha involucrado abierta y directamente en Medio Oriente: la ocupación de Afganistán, el apoyo a los rebeldes que pretendían derrocar al gobierno de Assad en Siria y la larga guerra de Irak. Todo lo que parecían derrotas y desechos se ha convertido en la máquina de guerra más eficiente que los sunitas han logrado configurar hasta la fecha.
Los informes sobre su composición se reducen a crónicas que lo observan desde su “afuera”. Lo que siempre asombra en la cultura sunita de la guerra es el inescapable hermetismo. Una suerte de rechazo a la argumentación, donde el discurso y la narrativa van estrictamente dirigidos hacia su “adentro”, como si la opinión pública no fuese un lugar legítimo para tratar de convencer o disuadir, o al menos de hacer política. Como si ahí el Otro fuese un otro inconmovible, tal y como lo puede ser un fiel o un infiel.
ISIS, al parecer, está compuesto por antiguos oficiales y soldados del ejército de Saddam Hussein, que combatieron a los chiítas en los años 80 tanto en Irak como en el conflicto con Irán. Combatientes con amplísima experiencia militar. A ellos hay que agregar los rebeldes sirios que pelaron en una guerra civil durante cuatro años. Pero sobre todo las poblaciones sunitas del norte de Irak, que fueron permanentemente atacadas por la alianza entre las tropas estadunidenses y los gobiernos chiítas de Bagdad. La diferencia con las otras formas de resistencia islámica es que se trata de la primera ocasión en que dominan los militares y no los clérigos. La narrativa teológica es su cemento de acción. La religión en manos de los militares.
Las cifras que ofrece la Casa Blanca son de 30 mil hombres armados con los arsenales estadunidenses que capturaron del ejército promovido por Estados Unidos. Pero si se trata efectivamente de un ejército popular, esas cifras son probablemente mayores.
Su estrategia militar muestra todos los indicios de una política de “Lebensraum” (“espacio vital” en el lenguaje de la ideología alemana de la primera mitad del siglo XX que desembocó en la sinonimia entre expansión y limpieza étnica y religiosa). No luchan por hacerse del Estado (en Irak y Siria), sino por despoblar territorios para construir un “nuevo orden”. Por más extravagante que suene, el término “califato” es una metáfora que se refiere a un orden radicalmente distinto al que impera en Saudi Arabia, Bahrein y otros emiratos. Ahí la estructura es más próxima al sultanato, que supone un principio cuasi monárquico. El califato, en cambio, puede ser formado por los hombres de la guerra.
En principio, es la primera gran rebelión popular contra la intervención militar de Occidente, que tiene sus antecedentes en las guerrillas que combatieron entre 2003 y 2007. Y sin embargo, no porque sea popular deja de ser menos brutal y devastadora. Se ha especulado mucho sobre la relación entre ISIS, la guerra actual y la geografía petrolera del país (en el norte de Irak se concentran 30% de sus yacimientos petroleros, algunos de ellos ya en manos de los rebeldes). Es una especulación legítima. En los territorios ocupados por ISIS han continuado los negocios y las negociaciones con el mundo global petrolero.
Y aquí cabría detenerse en una reflexión más general sobre el proceso de Irak. Sobre todo en la falibilidad (y la falacia) de la narrativa que desde los años 80 ha homologado el discurso de los mercados, las inversiones y la apertura como una condición para el desarrollo de formas democráticas y civiles de convivencia. Todo indica que el capitalismo hace prosperar (y prospera en) las formas políticas más inéditas y los órdenes sociales más inesperados.
Diez estados de la región han convocado a Estados Unidos a unirse para combatir a ISIS. Todos ellos se sienten amenazados por el espectro de un islam ya no en manos de clérigos, sino de hombres de la guerra apoyados por contingentes populares. La guerra civil en Irak es un conflicto inter islámico. La confrontación entre sunitas y chiítas no ha sido, hasta le fecha, menos dramática de lo que alguna vez lo fue la guerra entre católicos y protestantes en Europa. Lo impresionante es el devenir loco que este retorno ha producido sobre los paralajes del tiempo histórico de la actualidad. Todo parece indicar que la fuerza del retorno está cargada de la misma energía que algún día tuvo el futuro lineal al que nos tenían acostumbrados las convenciones de la modernidad.
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