According to the oversimplified view of the Trump administration, this is an exotic region full of poor immigrants and drug cartels.
It doesn’t matter if cocaine is produced in Colombia, Ecuador, Venezuela or Peru. Nor does it matter if it is transported through strategic corridors, from inland jungles to the Pacific Ocean, where it may then be taken to a neighboring port by boat, or shipped to another continent by submarine. According to the oversimplified view of the Trump administration (and those that preceded him), this can all be filed under “the Caribbean,” an exotic region full of poor immigrants and drug cartels. Here, the “elites” can count on a group of servile allies to pull strings in Miami.
I recall listening to U.S. Secretary of War Pete Hegseth claim on CNN that there are also certain rules in the Caribbean. He referenced the war on drugs, today being waged against small boats, and added that, because one in four intercepted vessels did not actually carry cocaine, they had to first interrogate their captains (before killing them, I believe he said).
Recently, I’ve witnessed a lot of dubious decisions that, just a few years ago, would’ve been considered politically unviable. The U.S. just moved its largest aircraft carrier into the Caribbean Sea. It has also, through the Treasury’s Office of Foreign Assets Control — known as the “Clinton List” — imposed sanctions on Colombian President Gustavo Petro and his wife for supposed involvement in drug trafficking. These actions are an attempt to find those responsible for the increase in drug production and consumption that is harming American citizens.
In the past, many world leaders, such as Mexico’s Vicente Fox, Colombia’s César Gaviria and U.S. President Jimmy Carter, drew attention to the ineffectiveness of the prohibitionist approach to tackling drug production and demand. They proposed a change in focus, whereby the issue would instead be considered a complex public health emergency that warrants alternative measures.
The World Drug Report 2025, conducted by the United Nations Office on Drugs and Crime, lays bare the failures of prohibitionism and presents conclusive statistics. “In 2023, the global number of people who used a drug in the past year was estimated at 316 million people, or 6% of the global population aged between 15 and 64.”
It also highlights that this is an increase of 5.2% from a decade ago, and that there has been an exponential rise in drug-related violence, corruption and the number of drug-trafficking organizations. Instead of just a few cartels with high-profile leaders, we are now talking about a constellation of criminal groups that operate as part of a global network and who are squeezing higher value out of every gram of drugs — due to prohibition.
This political back-and-forth between “good" and “evil” (as if it were an episode of the Netflix series “Narcos”), in which an elected president is being labeled a communist and sanctioned for supposedly being a drug kingpin, is both opportunistic and disingenuous. Drug abuse is a global pandemic that simultaneously contributes to and is exacerbated by a global order that blames poor people for their own mental health conditions and ruins their lives.
We must not ignore the responsibility Colombia has in designing the legal framework and unequal conditions that contribute to an increase in cocaine production, as well as a surge in its value, reported by national and international authorities that have to seize the drug by “buying” it off the street. Yet the finger-pointing and accusations we have witnessed recently distract us from the urgent need to recognize decades of failure associated with the war on drugs and to collaborate to consider other options.
In the background, we can also see evidence of a breakdown in mutual cooperation, a sign that aspirations of political solidarity have been left behind in favor of segregation, expulsion and blacklists.
(Según la simplificación política del gobierno Trump, se trata de una geografía exótica llena de migrantes pobres y carteles de narcotraficantes.)
No importa si la cocaína se cultiva en Colombia, Ecuador, Venezuela o Perú, si atraviesa corredores estratégicos, desde selvas lejos del mar, hasta el océano Pacífico; si transita en una embarcación hasta una costa próxima o en un submarino hacia otro continente. Según la simplificación política del gobierno Trump –y de antes–, todo eso se denomina “el Caribe”: una geografía exótica llena de migrantes pobres y carteles de narcotraficantes, en la que hay ciertos aliados obsequiosos de las llamadas élites, que se mueven en el caribeño Miami.
En el Caribe también existen reglas, le oí decir al secretario de guerra de Estados Unidos, en CNN. Aludía a la lucha contra las drogas que hoy se ensaña con pequeñas embarcaciones, y mencionaba que una de cada cuatro no llevaba cocaína; por ende, había que preguntar primero a los navegantes (antes de matarlos, creo que dijo).
Últimamente he oído tantas declaraciones, que hace unos años eran consideradas políticamente incorrectas, que ya dudo de anotaciones –por ejemplo, mandar el mayor de los portaaviones de Estados Unidos a la costa Caribe, o incluir al presidente Petro en la Lista Clinton por ser (supuestamente) el jefe del narcotráfico, y a su esposa, en un intento de buscar culpables del crecimiento de la producción (y del consumo) de drogas que afecta a los “americanos”.
Atrás quedaron esos tiempos en los que expresidentes como Fox, Gaviria y Carter, y luego algunos presidentes como Santos, entre otros, instaban a reconocer el fracaso del enfoque prohibicionista para frenar la demanda y la producción de estupefacientes y proponían, al menos, discutir un cambio de foco en la estrategia de combatir las drogas para considerarlas un problema complejo de salud pública que requería de otros abordajes.
El reciente informe de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, 2023), citado por Ricardo Ávila en la edición dominical de EL TIEMPO (26-10-2025), menciona el fracaso de más de medio siglo en la política prohibicionista y da cifras contundentes: “En 2023, cerca de 316 millones de personas utilizaron alguna droga..., lo que equivale al 6 por ciento de la población global de entre 15 y 65 años”.
Señala, además, que ese porcentaje supera el 5,2 por ciento de hace diez años, y que la violencia, la corrupción y el número de organizaciones dedicadas al narcotráfico han crecido de forma exponencial. Ya no se trata de carteles con grandes capos, sino de “una constelación de nodos criminales que operan como parte de una red global” y que agregan valor, con la prohibición, a cada gramo.
La guerra policial entre malos y buenos, como si fuera una serie del Oeste o de “narcos”, con un presidente “comunista” que es castigado por ser jefe del cartel, no solo es oportunista, sino ingenua en el contexto de una patología que afecta, y es consecuencia a la vez, de un orden mundial en el que el descarte de vidas y su culpabilización por los problemas de salud mental de mundo se ensaña con los pobres.
Sin eludir la responsabilidad de Colombia en las condiciones de ilegalidad y desigualdad que propician el crecimiento de la producción de cocaína, y que incrementan el valor de cada gramo según los controles nacionales e internacionales que deban “comprarse” en el camino, el matoneo y la vociferación que hemos leído en estos días se oponen al debate urgente para pensar la guerra contra las drogas como la historia de un fracaso y buscar, colectivamente, otras opciones.
En el fondo, se trata también del fracaso de las estructuras de cooperación y muestra cómo la convivencia política basada en la solidaridad ha dejado de ser una aspiración para optar por procesos de expulsión, segregación y clasificación en listas negras de enemigos.
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