Augusto Kague Castillo contaba con solo once años el día que la policía detuvo a su padre. Vivían en Jauja, Junín, donde su familia era dueña de un restaurante. Una mañana el pequeño Augusto salió a comprar arroz por encargo de Mantaro Kague, su padre, y no volvió a verlo más. Durante tres meses no tuvieron noticias de él. Sus seres queridos pensaban lo peor, hasta que llegó una carta. En el manuscrito el desaparecido Kague relataba que había sido desterrado y encerrado en una prisión en Estados Unidos. “La carta estaba llena de manchas que no nos permitía leer algunas palabras y hasta oraciones completas.
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Fue el 7 de abril de 1942: familias arriban a Panamá para embarcarse luego con destino a Crystal City.
Estaba censurada”, relató Augusto Kague Castillo, nacido el 6 de setiembre de 1930: “Nosotros contestamos sus cartas a mi padre y durante dos años estuvimos recibiendo sus respuestas censuradas. Mientras duró su ausencia el negocio de mi padre se fue a la quiebra. No había quien lo administrara y pronto empezamos a vivir en la miseria. Nos lanzaron de la casa que alquilábamos porque no pudimos pagar y comenzamos a vagar como gitanos en casas de amigos y familiares”. La de Augusto Kague fue una de las casi mil familias que el gobierno de Manuel Prado Ugarteche entregó a su par de los Estados Unidos después del bombardeo japonés a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941.
Todos fueron recluídos en el campo de concentración de la localidad de Crystal City, en el ardiente desierto del estado de Texas. Los peruanos eran parte de una población de 2 mil 200 japoneses y nikeis deportados por 13 países latinoamericanos aliados de Norteamérica. La situación de las familias cuyos padres o madres fueron detenidos y enviados forzosamente a los centros de internamiento norteamericanos, por el solo hecho de haber nacido en Japón o ser hijos de japoneses, se tornó desesperante y la comunidad en el Perú tuvo que buscar salidas para el reencuentro entre padres e hijos.
DEL SUEÑO A LA PESADILLA
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Cowboys o guardias de seguridad. No perdonaban a los que evadían el campamento.
En el caso de los Kague hubo algo de suerte. La esposa de Enrique Kague, Micaela, se encontró con una amiga cuyo marido también estaba en Crystal City. Le dijo que su consorte la estaba llamando a unirse con él en el campo de concentración, pero ella no quería por sus hijos. La amiga le ofreció a Micaela Kague viajar en su lugar y eso fue lo que hizo. Al poco tiempo partió a Texas desde el puerto de Talara.
“Fue un viaje de veinte días”, recordó Augusto Kague Castillo, cuya familia materna residía en Piura: “Los hombres viajaban en la parte de abajo del barco y las mujeres y los niños en la cubierta. Cada semana se les dejaba subir durante 15 o 20 minutos a los hombres para que caminen y fumen un poco. Algunos se ponían hasta tres cigarrillos en la boca al mismo tiempo y fumaban. Cuando llegamos a Nueva Órleans, los oficiales estadounidenses nos pidieron que nos quitáramos las ropas. Creímos que nos iban a matar ahí mismo. Pero nos rociaron con insecticidas y detergentes. Nos recibieron como si fuéramos animales infectados con algo”.
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Antes de la deportación masiva, el sentimiento antijaponés en el Perú era visible en distintos estratos. El presidente Prado no ocultaba su antipatía por los hijos del país del Sol Naciente y el Partido Aprista, por intermedio de su vocero oficial “La Tribuna”, soltaba rumores sobre supuestos complots de los japoneses residentes para apoderarse del país. El 13 de mayo de 1940, dos años antes del inicio de las deportaciones, una turba compuesta por alumnos del colegio Guadalupe desembocó en la destrucción de 600 comercios de propietarios nipones y mató a diez ciudadanos del mismo origen. En una visita oficial que Prado hizo a Washington en mayo de 1942, sostuvo una reunión con el presidente Franklin D. Roosevelt y el general George C. Marshall, en la que le pidieron su colaboración para la deportación de un total de 17 mil 500 japoneses, sin diferenciar a los que habían nacido en el Perú o tenían la nacionalidad. Roosevelt y Marshall los consideraban enemigos potencialmente peligrosos. Prado aceptó y no tardó demasiado en satisfacer a sus anfitriones.
El mismo día del ataque a Pearl Harbor, Germán Yaki Hishii tenía tan solo 10 años y paseaba junto a su papá Sentei y su mamá Ichi por las avenidas de Lima. De un momento a otro se dieron cuenta de que algo extraño sucedía. La gente los miraba con extrañeza. Era una coincidencia que cuadra tras cuadra las personas volteaban a verlos, algunos con recelo y otros asustados. Cuando llegaron a casa escucharon por radio que Japón había atacado Pearl Harbor.
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Jóvenes celebrando una efemérides, y mujeres adultas, japonesas y peruanas, en labores domésticas.
Un par de meses después, Germán Yaki jugaba en la calle cuando vio pasar un camión con muchos japoneses en su interior. Uno de ellos le arrojó un papel enrollado. Yaki lo abrió. Estaba escrito en japonés. Se lo llevó a su papá, Sentei Yaki, quien reconoció que era un mensaje de despedida de uno de los arrestados que no había podido hablar con su familia. Sentei cumplió con llevar el manuscrito a los seres queridos del deportado. Desde ese día Yaki dormía a sobresaltos creyendo que unos días le tocaría a su padre y se lo llevarían.
Pasaron unos pocos años hasta que la pesadilla se cumplió. Los uniformados fueron a buscar a su padre en su propia casa, el 12 de enero de 1943. Se lo llevaron sin explicaciones aunque Sentei Yaki ya suponía lo que le esperaba. La esposa le llevó algo de ropa a Sentei en el centro de detención y no lo volvió a ver. Seis meses después de angustia e incertidumbre, Germán y su madre recibieron una carta en la que se les concedía permiso para ir a vivir al campo de concentración de Crystal City. Los Yaki eran parte de los 17 mil 500 japoneses que el presidente Roosevelt y su amigo Prado querían mantener detenidos a toda costa. La lista negra la hicieron ambos.
La versión definitiva salió el 13 de setiembre de 1944 bajo el título: “La lista proclamada de ciertos nacionales bloqueados”. En el caso de Roosevelt, quería más presos de origen japoneses para canjearlos por prisioneros estadounidenses. En la letra “H aparece: “Higashide, S. (de) Ica”. Se trataba de Seiichi Higashide (1909-1997), natural de de Hokkaido, Japón, quien en 1931 emigró a Perú.
GENTE SIN PATRIA
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Panorámica del Campo de concentración de Crystal City.
Residió en Ica, constituyó un comercio y se convirtió en líder de su comunidad, hasta que lo secuestraron y deportaron a Crystal City, donde estuvo encerrado dos años. Al salir en libertad, prefirió quedarse en Estados Unidos para exigir al gobierno una reparación a quienes como él sufrieron violaciones de sus derechos humanos. Incluso en 1981 ofreció su testimonio ante el Congreso norteamericano.
Higashide, con ayuda de sus hijos, escribió “Adios to Tears: The Memoirs of a Japanese-Peruvian Internee in U.S. Concentration Camp” (Adiós a las lágrimas: Las memorias de japonés-peruano internado en un campo de concentración de los Estados Unidos), un relato revelador de un episodio de la historia que se conoce y virtualmente se mantiene en la oscuridad. Higashide murió en 1997 sin ser recompensado como se merecía por el gobierno estadounidense.
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Jóvenes japoneses y nikeis en la escuela de Crystal City. Terminada la guerra, el gobierno peruano no quiso aceptar el retorno de centenares de gente de origen nipón
Los Yaki también estaban en la lista negra de Roosevelt y Prado, cuyos apellidos hoy adornan las principales calles de Lima. La vida en Crystal City estaba privada de libertad. Un alambrado rodeaba la zona y cortaba toda posibilidad de fugar. “Cada hora aparecían vaqueros con rifles y caballos que patrullaban el área para evitar los escapes”, recordó Germán Yaki con memoria fotográfica. “Todas las casas eran prefabricadas de madera. Se trataba de pequeñas construcciones donde vivían los extranjeros detenidos. Aparte de nosotros había alemanes.
Los baños eran públicos y cada familia debía turnarse el uso de los servicios. En el extremo sur de Crystal City había un hospital y al noroeste un campo de béisbol. Al este se encontraban las casas prefabricadas. Al sureste se ubicaba el jardín de niños donde se enseñaba a hablar en inglés”, describió Yaki: “Los recluidos trabajaban en el mantenimiento del campo de concentración. Todos ganaban lo mismo: 10 centavos de dólar la hora. Esto daba como resultado una ganancia de menos de un dólar al día”.
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Deportados de Perú, llegan a Panamá los japoneses y nikeis que luego fueron enviados a Texas.
Germán Yaki señaló que en Crystal City había un solo tipo de moneda. Era con la única que los detenidos podían usar. Algunas de las monedas llevaban inscritas qué se podía comprar, para que los reclusos no intentaran adquirir algo que estuviera prohibido por los celadores estadounidenses. “No podíamos elegir nada”, dijo con cierta tristeza Germán Yaki.
Una mañana sonó la alarma contra incendios. Los recluidos pensaron que se estaba quemando una casa, pero pronto entendieron qué sucedía. En inglés y japonés informaron por los parlantes que Japón se había rendido y que había perdido la guerra. Era el dos de setiembre de 1945. Algunos recibieron la noticia con alivio pensando en la pronta libertad. Otros se negaron a creer que Japón había sido derrotado y calificaron la noticia como una mentira norteamericana.
SIN PUEBLO Y SIN CASA
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Los hijos de Seiichi Higashide en Crystal City: Sachiko, Shuichi, Setsuko, Maruta e Hideki.
De acuerdo con la organización no gubernamental norteamericana Nikkei for Civil Rights & Redress (Nikeis por Derechos Civiles y Reparación entre cuyos fundadores se encontraba Seiichi Higashide, de los 2,264 presos en los campos de concentración, una vez finalizada la guerra 945 japoneses-peruanos fueron deportados al destruido Japón, otros 300 se quedaron en Estados Unidos en condición de ilegales y lucharon por obtener la ciudadanía y alrededor de 100 regresaron a Perú. Miyotaro Shima, secuestrado junto a su esposa Hisae y sus hijos Tamotsu y Kuniko, fue canjeado por prisioneros norteamericanos y enviado al Japón. Shima era comerciante y vivía en Trujillo. Cuando lo deportaron, contaba con 51 años.
Entre los que se quedaron en Norteamérica se encuentra Art Shibayama, uno de los líderes del movimiento que busca un reconocimiento de derechos y una reivindicación justa. Cuando vivió en Perú se llamaba Isamu Carlos Arturo Shibayama y ahora en Chicago es simplemente Art Shibayama. “Nací en Lima. Mis padres eran importadores de telas y confeccionaban ropa que distribuían en las tiendas.
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Niños jugando en polvorientas calles del campamento en Texas.
Mi abuela materna fue la primera secuestrada y deportada e intercambiada por otro prisionero norteamericano”, relató a las autoridades norteamericanas al sustentar su demanda ante los tribunales: “Partimos del puerto del Callao en un barco de guerra norteamericano y nos llevaron hasta Cuba, donde nos quitaron los pasaportes. Yo sólo tenía 13 años y mi hermana 11. A mí me ubicaron con los hombres. No nos dejaron hablar con nuestros familiares mientras duró el viaje de 21 días hasta Nueva Órleans. Nos subieron en un tren hacia Crystal City. Mi hermana creyó que en el trayecto nos iban a matar”.
“Después de dos años y medio, mi padre resolvió retornar a Perú pero no querían que volviéramos. Entonces mi padre aceptó que viviéramos bajo libertad condicional en las granjas de Seabrook, Nueva Jersey”, dijo Shibayama. Allí los explotaban peor que en el campo de reclusión, hasta que tras años de espera lograron la residencia. Art Shibayama ahora es un líder reconocido por los japoneses latinoamericanos que durante más de cincuenta años exigen una indemnización. En 2002, recibió el Premio al Espíritu Combatiente, entregado por la organización Nikeis por los Derechos Civiles y Reparación (NCRR, por sus siglas en inglés). A pesar de que entre 1952 y 1964 Shibayama se incorporó al ejército estadounidense, recién en 1970 obtuvo la ciudadanía.
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Tuvo suerte, porque muchos fueron canjeados por prisioneros estadounidenses y llevados al devastado Japón. Según la misma fuente, Nikkei for Civil Rights & Redress, 68 bebés nacieron en el cautiverio de Crystal City. Entre ellos se encontraba Luis Kitsutani Ogata. Su madre, Margarita, estaba embarazada cuando se anunció que el encierro se había terminado, pero ella y su padre, Kosuke, prefirieron quedarse hasta que diera a luz mientras las demás familias salían del centro de reclusión.
“Yo nací en el campo de concentración. Como no llevaron a mi mamá a un hospital, de eso se vale el gobierno de Estados Unidos para negarme una compensación justa como la que recibieron otras personas que estuvieron allí”, dijo Luis Kitsutani.
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unidos. Yuzo Shibayama y su esposa Tatsue, padres de Isamu (el primero de derecha a izquierda), y sus hermanos Kenichi, Ken, Fusako, Kikue y Akiko. Vivían en el jirón Puno Nº 623, en el centro de Lima. Todos fueron deportados a Crystal City.
El nació el 12 de enero de 1942.Los ex prisioneros que se quedaron en Estados Unidos organizaron un movimiento llamado “Campaña por la Justicia”, que busca una compensación de US$ 20 mil por individuo como lo obtuvieron los japoneses norteamericanos que también fueron encerrados en centros de internamiento. A los latinoamericanos el gobierno estadounidense solo les ofreció US$ 5 mil.
“Nosotros reclamamos que se nos repare de la misma forma que a los otros, pero no hemos tenido éxito. No hubo solidaridad y la mayoría de los que regresaron aceptaron ese dinero”, explicó Germán Yaki: “Seguimos litigando, pero es difícil porque no tenemos un abogado allá. Ya tengo 77 años y creo que no veré un centavo”. Muchas familias que se quedaron allá luego de ser liberadas fueron advertidas que se encontraban en condición de ilegales y por lo tanto serían expulsadas, así que les aconsejó salir del país y regresar de manera legal.
Fue una trampa. “Las familias que siguieron ese consejo fueron engañadas porque al momento de reclamar su indemnización se les dijo que ellos estaban en los Estados Unidos por voluntad propia y que no podían reclamar ninguna compensación”, señaló Augusto Kague Castillo.
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La familia. Augusto Kague Castillo en la actualidad. Su padre Mantaro, su madre Micaela y sus hermanos Máximo, Julio, Guillermo, Francesca, Nelly, Shizue y Rosa estuvieron en Crystal City.
Mientras que los que se quedaron en Estados Unidos, además de una indemnización, recibieron una carta de disculpa personal del presidente Bill Clinton, en la que reconoce “los errores del pasado y ofrecemos nuestro más profundo pesar a quienes sufrieron graves injusticias”, los japoneses-peruanos simplemente fueron olvidados. Ni Yaki, ni Kague, ni Kitsutani ni ninguna otra víctima del funesto acuerdo entre los presidentes Roosevelt y Prado recibieron nada. Los que sufrieron en Crystal City sienten que sus vidas ni siquiera tienen el valor de una de las monedas que circuló en el campo de concentración.
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