Muchos «progres» del mundo y todos los españoles aguardan esperanzados la toma de posesión de Barak Obama para ser testigos, aún en la distancia, de un vuelco histórico en las políticas «imperialistas» de los Estados Unidos. Un presidente de raza negra que dijo cosas tan bonitas durante su campaña electoral tendrá necesariamente que romper con lo que han hecho sus antecesores, razonan. Todos los indicios apuntan, sin embargo, a que pronto se sentirán tan descorazonados como enfadados se encuentran por aquí los llamados «artistas de la ceja» porque Zapatero no les hace caso cuando le solicitan que retire al embajador de España en Israel como protesta por la invasión de Gaza y que quizás el cambio prometido se limite a la imagen más que a la sustancia de lo que se dirime en la Casa Blanca.
Las únicas acciones emprendidas por el próximo presidente norteamericano antes de tomar posesión han disparado las alarmas entre los más sagaces de la izquierda europea. Obama no ha dicho esta boca es mía tras la invasión israelí de Gaza y su argumento de que solo hay una presidente norteamericano a la vez se cae por su propio peso cuando luego presenta, como ha hecho, un plan económico propio que, para colmo, se basa en la reducción masiva de impuestos para el norteamericano medio, un tabú para cualquier «progre» que se precie de serlo. Y tampoco ayudan las sombras de corrupción surgidas en torno a un hombre que parecía tan recto: lo de su compañero de partido en Chicago, el gobernador de Illinois, subastando el escaño que él deja en el Senado y el procesamiento por corrupción de uno de sus principales ministros in péctore le dejan tocado en ese capítulo antes de llegar a la Casa Blanca
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