Rafael del Naranco: El Nobel devaluado
En criollo decir, la concesión al presidente Obama del premio Nobel de la Paz, ha sido un jalabolismo mayúsculo de esos cráneos de Estocolmo a quienes, como boyardos del gélido norte, con alta frecuencia se les congelan las neuronas.
El primer presidente negro de Estados Unidos no merecía el galardón en estos momentos, al no haber podido aún salirse del corsé que le atora: los conflictos bélicos dejados por Bush.
Barack ha cedido a las presiones de la industria militar y está aumentando la presencia de tropas en Afganistán, de cuya salida no encuentra la puerta. Con todo, no seamos tajantes, démosle un tiempo más. Se lo merece.
El comentario es una anécdota en medio de las pifias cometidas con el premio – concretamente el de Literatura – , desde que el inventor de la dinamita, Alfred Nobel, lo instituyó con vista a aplacar su conciencia.
Es pronto para saber si el galardón de este año a Herta Müller, la autora de “Tierras bajas”, tendrá una aceptación general. En lo particular, uno hubiera preferido al estadounidense Philip Roth o el israelí Amos Oz.
El nutrido grupo de los “ilustres desconocidos” con el Nobel de Literatura, es largo y aumenta. Un amigo de vieja data, allá en un pliegue del mar Cantábrico de nuestra lejana infancia, José Ignacio Gracia Noriega, escritor exquisito y de profundo saber, hizo un panorama de la situación y nos legó una verdad incuestionable: se premia mucho bodrio.
Hasta 1989 en que se inicia el período negro de la historia del Nobel literario, se mencionaba a los daneses Gjellarup y Pontoppidan y a la italiana Grazia Deledda, entre otros, por haber recibido el reconocimiento sin pena ni gloria: sólo por ello continúan siendo recordados. Pero a partir de 1989, año en que es galardonado Camilo José Cela, el número de escritores laureados crece alarmantemente.
Citemos a la norteamericana Toni Morrison (1993), al japonés Kenzaburo Oé (1994), a la polaca Wislawa Szymborska (1996), al italiano Dario Fo (1997), al chino Gao Xingjian (2000) y al húngaro Imre Kestész (2002).
A éstos añádase, acaso, los dos escritores más pelmazos de las últimas décadas: la sudafricana Nadine Gordimer (1991) y el portugués – aún teniendo algunas páginas asombrosas – José Saramago (1998). El “portu” sigue gozando del prestigio, al menos en España, gracias a apoyos de carácter editorial y político fuertes.
Los premios válidos concedidos en los últimos años se reducen al colombiano Gabriel García Márquez (1982), a Octavio Paz (1990), a los antillanos Derek Walcott (1992) y V. S. Naipaul (2001), al irlandés Seamus Heaney (1995) al alemán Günter Grass (1999), al turco Orhan Pamuk (2006) y en 2007 a la inglesa Doris Lessing
En décadas anteriores también hubo galardonados que se diluyeron rápidamente: los suecos Eyvind Johnson y Harry Martinson (1974) o el nigeriano Wole Soyinka (1986). En compensación, se produjeron descubrimientos como el del griego Odysseas Elytis (1979), el polaco Czeslaw Milosz (1980) o el ruso Joseph Brodsky (1987); o bien se situó en primera fila a autores con una gran proyección como el búlgaro Elias Canetti (1981) o el egipcio Naguib Mahfuz (1988), cuyas páginas son admirables por la descripción de una sociedad repleta de recónditos matices como es la del Cairo.
Ignoramos si Herta Müller tendrá la dimensión de Mahfuz o Milosz. Habrá que leerla y darle su oportunidad. A lo mejor se la merece con creces.
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