Afganistán: crímenes de guerra
El sábado pasado, tras una ofensiva por tierra y aire de las fuerzas de ocupación contra Marjah, un presunto enclave talibán en el sur de Afganistán, los mandos militares occidentales se jactaron de estar muy satisfechos por haber dado muerte en esa acción –en la que perdieron la vida un estadunidense y un británico–, a una veintena de combatientes de la resistencia de ese país centroasiático y por haber encontrado una resistencia mínima. El general inglés Gordon Messenger detalló que los talibanes parecían desorientados, desorganizados e incapaces de oponer una reacción coherente. Un día más tarde, el mando ocupante hubo de admitir que 12 de las bajas mortales eran civiles, asesinados por dos misiles que se desviaron de su objetivo e impactaron en una vivienda de Helmand. Horas antes, la ONU había pedido a ambos bandos que evitaran las muertes de civiles.
Posiblemente la confusión explique por qué las tropas invasoras, que actuaron con el apoyo de efectivos locales del régimen títere que encabeza Hamid Karzai, hayan encontrado una resistencia débil y una reacción desorganizada: porque el objetivo principal de su ataque estaba conformado por personas no combatientes, indefensas y desarmadas. Mientras Karzai reiteraba sus tenues e inútiles peticiones a las fuerzas extranjeras de que no maten civiles, Messenger se disculpó por lo que llamó un hecho desafortunado y estimó que la ofensiva occidental está en su etapa fácil; la difícil será calmar a la opinión pública.
El cinismo y la inmoralidad de la aventura de Washington –acompañada por Londres y otros socios menores– en el martirizado Afganistán quedan, pues, a la vista: para los gobiernos occidentales, masacrar a la población local no sólo es lícito sino fácil, y las consecuencias de la atrocidad no representan más que un problema de imagen.
Desde el inicio de la agresión estadunidense contra la nación centroasiática, a fines de 2001, y con el pretexto de vengar los atentados terroristas perpetrados por Al Qaeda el 11 de septiembre en Nueva York y Washington, una constante de esa guerra han sido las carnicerías de inocentes realizadas por la artillería y la aviación invasora, hechos que ahora los mandos extranjeros quieren presentar a las sociedades de sus países como sucesos normales e inevitables.
Se busca, de esa manera, hacer partícipe a la opinión pública internacional de la degradación moral que la aventura afgana ha provocado en los gobiernos de países que se dicen “civilizados” y respetuosos de los derechos humanos. Este fenómeno resulta particularmente desesperanzador si se considera que el gobierno que encabeza Barack Obama se comporta, en Afganistán, en forma no muy distinta al de su predecesor en la Casa Blanca, George W. Bush, en Irak. Al trasladar las prioridades bélicas de la superpotencia del país árabe al territorio afgano, Obama ha retomado, prácticamente intacto, el modelo depredador y genocida que el texano puso en práctica en suelo iraquí, y con ello ha defraudado las esperanzas mundiales que generó su llegada a la Presidencia, de que Estados Unidos, sin dejar de comportarse como un país intrínsecamente injerencista, podría al menos cambiar los métodos de su política imperial.
Desde cualquier punto de vista, las masacres de civiles en Afganistán constituyen crímenes de guerra; si no ameritan esa calificación en ningún tribunal internacional ello se debe a que el peso político y diplomático de Washington y de sus aliados europeos es capaz de paralizar y neutralizar todo mecanismo de justicia que pueda desembocar en resultados adversos para su causa. Queda, como último recurso, la presión y la movilización de las sociedades occidentales para impedir que, en su nombre, las fuerzas que ocupan Afganistán sigan asesinando en masa a civiles inocentes. Cabe esperar que tales sociedades actúen, pues de otro modo se harán cómplices de las atrocidades perpetradas por sus respectivos gobiernos.
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