Los trágicos acontecimientos ocurridos en Ciudad Juárez en las últimas semanas materializan una de las peores pesadillas de Estados Unidos: un caos en la puerta de su casa, como Andrés Oppenheimer tituló hace años un libro de escándalo sobre México. Sólo que en el origen de esta pesadilla no estarían ya el PRI, un gobierno autoritario, o un proceso electoral que hubiera desatado la violencia política y desencadenado una amplia desestabilización. El principal protagonista de esta pesadilla es el crimen organizado, que ha desarticulado amplias áreas de la sociedad juarense, a la que mantiene secuestrada y bajo amenaza de muerte. La diferencia entre la inestabilidad política y la inestabilidad derivada de crímenes del orden común no es menor, pues mientras en el primer caso no podía atribuirse ninguna responsabilidad al gobierno de Estados Unidos; en el segundo caso la violencia criminal en la zona fronteriza está vinculada con el hecho de que ese país es el mercado más grande de consumo de drogas, que espolea el tráfico de estupefacientes, y es también el principal proveedor de armas de alto poder de que disponen los narcotraficantes. Por consiguiente, se trata de un asunto bilateral cuya solución demanda la cooperación entre los dos países.
Una de las peores pesadillas que agobian a los estadounidenses es la llegada de una amplia ola de mexicanos, que huyen de su país expulsados ya sea por la pobreza o por la violencia, política o criminal. Poco importa. El resultado sería el mismo: una fuerte presión desestabilizadora sobre los servicios públicos –educación y salud– de las ciudades fronterizas de Texas, Arizona y California, sobre el mercado de bienes raíces, sobre el empleo, los salarios y la seguridad pública. Asimismo, habría que prever la exacerbación de tensiones sociales, derivada del nerviosismo que siembran comentaristas antimexicanos –como Rush Limbaugh y Lou Dobbs, que renunció a CNN en noviembre pasado y que está considerando iniciar una carrera política– que han hecho fortuna gracias al prejuicio racista. Pensemos únicamente en el impacto destructivo que tuvo el arribo masivo de refugiados palestinos sobre el tejido social libanés, o las razones de fondo que llevaron a Miguel de la Madrid a participar activamente en la solución de los conflictos centroamericanos en los años ochenta. Esta decisión poco tuvo que ver con la política exterior, y mucho con el temor a que los refugiados de la violencia en Guatemala, por ejemplo, desestabilizaran una región de frágiles equilibrios como es el sureste mexicano.
La cooperación en asuntos de inteligencia y de seguridad es una estrategia natural para dos países que comparten 3 mil kilómetros de frontera, que descansa en el presupuesto de que la seguridad y la administración de esa frontera peculiar es responsabilidad de ambos países. Es como si un vecino no informara a otro de que ha visto a un ladrón merodeando los alrededores. Si guarda silencio se hará un enemigo del vecino ignorante si éste es asaltado. Sin embargo, en el caso de la relación bilateral entre México y Estados Unidos la cooperación plantea dilemas de difícil solución que se derivan de las dimensiones de la asimetría entre México y Estados Unidos, pues las diferencias entre los dos países imponen a la cooperación un tono rijoso, distinto del que normalmente rige las relaciones de cooperación. Cuando se intenta traducir la decisión de un trabajo conjunto en instituciones o en medidas concretas aparecen las enormes diferencias que los separan: uno estará tentado de imponerse, y otro tendrá la tentación de resistir el trato, aun cuando ambos resulten perdedores.
La pesadilla de los mexicanos es la intervención de la policía o del ejército de Estados Unidos en territorio nacional, entre otras razones porque normalmente adonde llegan, se quedan. En otras circunstancias y lugares el asesinato de dos ciudadanos estadunidenses ha sido justificación suficiente para una intervención de esta naturaleza. Si ocurriera sería un escándalo internacional, pero, a fin de cuentas, las razones del poderoso podrían apoyarse en las crecientes dificultades del gobierno del presidente Calderón para garantizar la seguridad pública. Sin embargo, una intervención policiaca o militar de Estados Unidos en nuestro territorio sería un golpe mortal para el presidente mexicano –un efecto que probablemente buscan los narcotraficantes, pues el ataque a los funcionarios consulares tiene olor a provocación–. Washington rehúye este efecto, al menos es lo que revelan las declaraciones del presidente Obama, de la secretaria de Estado Hillary Clinton, y de Janet Napolitano, responsable del poderoso Departamento de Seguridad Interior, que se han apresurado a expresar su apoyo al gobierno mexicano. En estas condiciones, la cooperación, con sus costos y ambigüedades, es la única manera de conjurar las dos pesadillas.
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