En la columna anterior nos referíamos al interesante debate que ha venido teniendo lugar en Estados Unidos en relación con la definición de los contenidos educativos, en el estado de Texas, en materia de historia destinados a los niveles de enseñanza básica e intermedia, con potenciales impactos en el presente y futuro de las relaciones políticas, sociales y culturales en ese país. El tema es llamativo por varias razones para la formación del Estado y de los futuros ciudadanos de la república, pero también porque denotan la vigencia que mantiene la religión en plena época de avances científicos y tecnológicos.
En términos comparativos es ilustrativo para nuestro país el grado de madurez, lo que no significa exento de polémica y acaloramiento, con el que se discute un tema tan polémico como el de los orígenes de la formación del Estado y sobre si los fundadores de la nación estadunidense tuvieron presente la idea no sólo de que se trataba de una creación cristiana, sino de que esa religión sería su fuerza activa.
Decíamos también en la ocasión anterior que el mundo no sólo sigue preso de viejos conflictos entre las grandes religiones como en la época de las cruzadas, sino que existen importantes corrientes revisionistas en el interior de diversos países que apuntan, no exentos de polémica, a los cimientos mismos de la nación y el Estado como un intento de afianzar creencias o preceptos religiosos en los cimientos políticos de estructuras estatales que se quieren laicas a fin de mantener la separación del Estado y las iglesias.
La educación pública constituye un campo de batalla entre fuerzas culturales para decidir el tipo de historia y sus contenidos que los futuros ciudadanos deben aprender y valorar como quintaesencia de la nación. Este fenómeno no es nuevo, pero sí lo es el alcance de sus bases ilustradas. Los promotores de estas ideas sostienen que la historia estadunidense está plagada de religión, y que en esa medida, les asiste el derecho de promover a través de la educación el derecho a la verdad. Ese argumento es infalible y difícilmente rebatible, aún si se adquiere una posición secularista y liberal. Adicionalmente, no puede perderse de vista que ese país es cada vez más plural, multiétnico y diverso, por lo que sostener que el Estado y la nación son originariamente cristianos, no deja de ser un argumento polémico, por decir lo menos.
Numerosos estudiosos han sostenido a lo largo de las décadas que Estados Unidos actúa en política internacional como una nación excepcional con una misión de guía que cumplir frente al resto del mundo. El accionar internacional de este país siempre ha estado definido por estas ideas de orden casi divino, que desde luego gustan mucho más a los grupos que promueven las bases religiosas en la creación de la nación moderna, por el simple hecho de que para ellos el cristianismo equivale a la fuerza motora de la grandeza estadunidense.
Es interesante advertir que para dichos grupos, en la historia de Estados Unidos no puede encontrarse formalmente una separación entre Estado e Iglesia, ya que dicho concepto no es sino un invento secular de la modernidad. Más aún, hacen notar que no es posible hallar en la Constitución del país, y particularmente en su Primera enmienda, el concepto de esta separación. Historiadores afiliados a esta tendencia recuerdan, por ejemplo, el intercambio epistolar entre John Adams y Thomas Jefferson en el que el primero sugiere al segundo que la independencia del país fue alcanzada sobre la base de los principios generales del cristianismo.
El argumento contrario sostiene que es innegable que los fundadores de la nación tenían raíces profundas en la religión, si se considera que de alguna manera eran herederos mayores de la tradición europea del cristianismo, pero no puede dejarse de lado que al mismo tiempo pudieron formarse y beneficiarse del edificio filosófico e intelectual de la Ilustración, cuyo racionalismo profesaba la separación de las esferas de la fe y la razón. Personalmente pienso que este es el argumento más sensato que arroja luces en un tema tan controvertido como apasionante.
Este debate que a primera vista puede resultar de entendidos y con poca relevancia para el público en general, no deja de ilustrar la importancia fundamental de la educación pública y la delicadeza de los equilibrios que deben guardar sus contenidos de cara al aprendizaje y formación de las nuevas generaciones de ciudadanos. Sin duda esa nuevas generaciones tendrán en su poder la definición de procesos políticos, sociales y culturales a partir de las realidades que les toquen enfrentar, pero su bagaje educativo y cultural, como en todas las generaciones, tiene una relevancia decisiva para guiar esos comportamientos, e incidir en el curso de iniciativas y en la formación de equilibrios sociales. En tal virtud, debatir sobre la historia de un país, también es pensar en su presente y en su futuro sobre todo en situaciones como la nuestra en la que nos aprestamos a celebrar doscientos años de historia nacional. Si bien en términos comparativos, la lección bien vale la pena que sea aprendida.
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