Surviving in the United States: An Immigrant’s Story

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La debacle económica estadounidense, a pesar de las triunfalistas declaraciones de Barack Obama, continúa haciendo estragos entre la población trabajadora, en especial los migrantes, quienes han debido de resistir condiciones de trabajo más duras, de las que de por sí ya tenían, en especial aquellos que, por fortuna, aún tienen trabajo (es aún tan difícil la situación, que de acuerdo con testimonios de amigos incluso estadounidenses, mucha gente que perdió su trabajo desde hace varios meses, aún no consiguen uno nuevo y los que lo han conseguido, una buena parte ha sido en actividades que nada tienen que ver con su experiencia o los estudios que realizaron, por ejemplo, es el caso de una amiga enfermera que perdió su empleo en un hospital y ahora trabaja como mesera, ganando mucho menos dinero del que antes percibía).

Ese es el testimonio de doña Elena, poblana que está aquí unos días, viviendo con una amiga, realizando unos trámites para obtener su visa canadiense, debido a que su hija, que radica en Canadá, tuvo a su primer hijo, y ella desea visitarla. Pero como a pesar de tener viviendo doña Elena 14 años en EEUU y trabajar allá desde entonces, aún no tiene la residencia legal – se la ha pasado con visa de turista todo ese tiempo -, debió de venir a México para tramitar desde aquí el visado canadiense, el que también le ha llevado mucho tiempo conseguir. “Fíjese, primero me dijeron en la embajada de Canadá que una semana, luego que quince días, y de plano luego me dijeron que un mes”, nos comenta doña Elena, en resignado tono. Ha sido todo un burocrático trajín el que ha debido realizar, pues además de pagar $1100 pesos por los trámites en la embajada, debió de solicitar una invitación de su hija, enseñar el boleto de viaje redondo del avión, demostrar solvencia económica… y todo para que le hayan concedido únicamente tres meses de permiso. “Ese es el trato que nos dan esos países, a pesar de que explotan nuestros recursos y a nuestros paisanos”, le comento, diciéndole que son mineras canadienses principalmente las que poseen buena parte de las minas de plata o de oro en nuestro país y que varias emplean métodos muy destructivos para obtener el mineral, como es el caso de “Minera San Javier”, filial de “Metallica Resources”, que está destruyendo con dinamita el emblemático cerro de San Pedro en San Luís Potosí, y que usa cianuro para separar el mineral de la piedra, veneno que está contaminando los acuíferos locales.

“¿¡Pues sí, pero, a ver, por qué nuestro gobierno lo permite?!”, replica ella, y ya siguen algunos otros comentarios sobre la corrupción gubernamental y la blandura ante naciones como Canadá o EEUU, que siempre ha caracterizado a nuestras ineptas, entreguistas autoridades, pero porque, además, lo que menos les interesa a esos países es cuidar el medio ambiente de aquellas naciones en donde hacen muy buenos negocios.

Luego de ese paréntesis de reflexión y crítica política, doña Elena me sigue platicando aspectos de su vida. “Fíjese, es como lo que le digo, que a mí no me han dado mi residencia allá, a pesar de tantos años que llevo trabajando en Estados Unidos y hasta pago impuestos”. “¿Pero por qué no se la han dado?”, le vuelvo a preguntar. “Pues que porque no tengo un trabajo fijo… ¡eso dicen!”, declara, irónica, siendo que casi desde que llegó a ese país ha estado laborando en algún lugar. “¡Y yo no sólo trabajo, sino que están allá dos de mis hijos, ya tengo nietos que nacieron allí, rento un departamento con mi marido, pago impuestos, compro cosas por allá, rento cable, teléfono… y mire, no me han dado nada y por eso tengo que venir hasta acá por mi visa canadiense!”, sigue diciendo, paro ahora un tanto enojada. Es lo que cientos de miles de connacionales y de migrantes de otras nacionalidades esperan desde hace años, una reforma migratoria que les dé certeza jurídica para radicar legalmente en ese país, para que situaciones como la de doña Elena no sucedan y, en general, otras más urgentes, como el hecho de que sean expulsados si son atrapados, sin mayor excusa, luego de años de haber estado trabajando en ese país como ilegales, debido a tanta engorrosa, complicada tramitología (pero, además, esa incertidumbre legal, los hace vulnerables a arbitrariedades de todo tipo, como laborales. Cuando se accidentan en su fuente de trabajo, los indocumentados, cuando mucho, son llevados con un médico, el que le tratará de curar la herida, si se puede, y ya, no se les da una indemnización, ni se les pensiona, nada absolutamente, y por eso las empresas reclutadoras siguen contratando a ilegales para subcontratarlos a otras empresas, pues además de baratos, no se obliga a los patrones a pagar nada, aún en caso de accidente. Eso hace, por ejemplo, la empresa subcontratista The QTI Group).

Nos platica doña Elena que sus dos hijos tienen cada uno una pequeña empresa de limpieza, pues es una gran tendencia en ese país la de convertirlo todo en una mercancía, incluso las labores domésticas. Las empresas prefieren pagar a compañías especializadas servicios de limpieza, en lugar de tener sus propios empleados, pues les sale más barato hacerlo así, ya que no pagan prestaciones, ni tiempo extra, ni nada (y ni tienen que ver con la calidad migratoria del empleado), sólo el servicio proporcionado, y como hay tantas de esas compañías, se han abaratado tanto sus labores, que hasta el lujo se dan aquéllas de elegir las más baratas. “Sí, fíjese, yo antes de venirme, le ayudaba a mi marido a limpiar unas oficinas, que entrábamos a las seis de la mañana y a las siete y media ya estaba todo listo, nos pagaban 900 dólares por mes, pero llegó otra empresa que les cobró 800 y ¿¡usted cree que los patrones tacaños les dieron el trabajo a ellos, con tal de ahorrarse mugrosos cien dólares!?”.

Doña Elena, como dije, es originaria de Puebla, pero de muy niña se vino a la ciudad de México, a la colonia Moctezuma, ubicada al oriente, y allí vivió con sus padres y sus hermanos. “Yo me puse a trabajar desde los 14 años, sí, en un taller de costura. Se hacían baberos, blusas, pantalones… y otras cosas, y yo tenía que poner las telas en unas maquinotas… viera que era pesado, pero a mí siempre me gustó trabajar, porque desde chiquita me gustó tener mi propio dinero”, dice, mostrando cierto dejo de orgullo. “Mi papá era ferrocarrilero, telegrafista, de los que estaban con la maquinita… tic, tic, tac… para avisar a qué hora salían o llegaban los trenes, y como no ganaba tan mal, por eso pudo comprar la casa en la Moctezuma”, continúa platicando esos recuerdos que le parecen tan vivos.

Y nos platica algo de su vida en EEUU. “Mire, yo vivo en California, en Santa Cruz, cerca de San Francisco, en una calle muy bonita que se llama River. Al final de esa calle está un bosque que se llama Felton, bien cuidado y allí hay unos árboles enormes, bien bonitos, puro ciprés y pinos, pero deveras, unos troncos bien gruesos que tienen y como están tan juntitos, pues todo el día dan sombra y todas las casas de por allí tienen prendidas siempre sus luces”, lo cual compruebo, lo del espeso bosque, en una vista satelital cortesía de Google, que más tarde reviso, (es, hasta cierto punto, la ventaja de este internetizado mundo, reflexiono). Eso me hace pensar en que los estadounidenses se consideran paladines del medio ambiente, y sin embargo, no son así cuando de recursos naturales de otros países, en donde operan sus contaminantes empresas, se trata. Y me viene a la mente el derrame petrolero imparable que está ocurriendo en las costas de Luisiana, en el golfo de México, lo que los está dejando muy mal parados, pues no sólo se afectarán sus costas, sino todos los océanos al final se verán afectados directa o indirectamente, ¡será el peor desastre ecológico marino, no sólo de EEUU, sino del mundo entero! (al momento de escribir estas líneas, el derrame abarca ya un área de casi 24,000 kilómetros cuadrados, que equivaldría aproximadamente a la superficie de una circunferencia que tuviera unos 175 kilómetros de diámetro, ¡y se incrementa a razón de 140 kilómetros cuadrados por día, equivalentes a la superficie de un cuadrado de más o menos 11 kilómetros por lado!)

“Pues allí vivo, en Santa Cruz, con mi esposo, el segundo. Rentamos un departamento que nos cuesta mil cien dólares… es que no alcanza para comprar una casa, a pesar de que se abarataron mucho y trabajamos los dos, pues ni así. Y ya con lo de la luz, el cable, el teléfono, el agua y el gas… ya con todas nuestras biles, pues pagamos como unos $1500 dólares… más aparte lo que comemos y todo lo demás que se necesita para vivir, ¿no? Mi marido trabaja en las empresas de mis hijos, limpiando oficinas, de noche, sí, es pesado, porque entra a veces a las diez de la noche y sale hasta las siete, ocho de la mañana. Pero además todos los días llega a la casa a la una y media de la mañana o antes, porque él y yo nos vamos a entregar periódico a un asilo, el Dominican, a esa hora. Recogemos los diarios en un local que está como a cuatro calles de donde vivimos, y luego lo llevamos al asilo, que está como a unos cinco kilómetros, en el carro de Juan, mi esposo. Entregamos ciento sesenta periódicos diario, y nos los pagan a cincuenta y ochenta centavos por cada uno… está muy mal pagado, porque al mes sacamos $680 dólares entre mi marido y yo, y nos lo dividimos a la mitad… pero qué se le hace, si no hay trabajo… pero no cualquiera va a aceptar un trabajo en donde diario se deba de levantar a la una y media de la mañana, ¿no?”, nos comenta doña Elena, esperando nuestra confirmación, que le hacemos con un movimiento afirmativo de la cabeza. Y agrega que los diarios que entregan son el New York Times, el Sentinel y el San José Mercury. Dice que en ese asilo, a un lado del hospital Dominican, viven personas que poseen mucho dinero, pero que no tienen ya a nadie que los cuide. Mala combinación, razono, mucho dinero y ninguna compañía. “¡Pagan cada uno cinco mil dólares, pero son cuartos grandes, lujosos, con aire acondicionado y toda la cosa, sí!”, exclama.

“¡Uy… pero si nomás viviéramos de entregar periódico, no nos alcanzaría. Como le digo, mi esposo tiene como otros cuatro empleos, todos de limpieza, unos con mis hijos y otros… pues donde caiga. Y ha de sacar unos tres mil dólares por mes, y ya con eso más o menos la vamos pasando. No, pero para comprar una casa o otras cosas, pues no alcanza”. Dice que por la crisis inmobiliaria, mucha gente perdió su trabajo y sus casas, porque no pudieron seguirlas pagando, debacle de sobra conocida en todo el mundo. “Fíjese, uno de mis hijos, el menor, tenía como quince años pagando dos casas… ¡pues las dos se las quitaron los bancos, así, sin más… hágame favor! Y mi hijo, muy resignado, me dijo que no quería estresarse y que mejor ahí se las dejaba”. Pero no es que se las haya querido dejar, pienso, sino que simplemente se las arrebató el banco y ya no eran de él, aunque hubiera querido pelearlas legalemente, como mucha gente ha debido sufrir. “Mi otro hijo, el mayor, también perdió una de sus casas… y también se la puso en venta el banco. Nada más usted sale y en cada cuadra va a ver que hay dos o tres casas que están en venta… y se han abaratado mucho, ¡pero ni así mi marido y yo podemos comprarnos una!”.

Y regresando a su vida en México, luego de que doña Elena estuvo trabajando en el taller de costura en el Distrito Federal, una prima de Oaxaca llegó a visitarla y como aquélla ya se había quedado sin trabajo, esa prima le propuso irse a trabajar a Tehuantepec, población de ese estado, en una oficina de gobierno, como secretaria. “Y ni lo pensé, que me voy y allá me quedé, hice mi vida. Conocí a mi primer marido, me llevaba 13 años, pero nos queríamos mucho. Tuve a mis tres hijos y estuve muy contenta hasta que él se me murió, de un infarto fulminante. El trabajaba en el gobierno… a los 29 años me quedé viuda, sí, muy joven, y así me estuve ocho años… hasta que me volví a casar… es con el señor con quien ahora vivo en Santa Cruz”, agrega.

Otro de los problemas que enfrentan los migrantes “irregulares”, como ella, o los indocumentados, como ya señalé, es que de todos modos se les sigue empleando, a pesar de que no tengan papeles, lo que implica que se les someta a condiciones verdaderamente muy duras. “Fíjese, una de mis nueras trabaja en una empresa que hace medicina naturista… no recuerdo el nombre, pero ella debe de entrar todos los días a las tres de la mañana y sale a las dos de la tarde, tiene que checar en una computadora que unas máquinas llenen exactamente con las mismas cápsulas cada frasco, le pagan a diez dólares la hora… y si hace overtime, de todos modos no le pagan completas las horas extras, pues le descuentan como una tercera parte, así de encajosos son los patrones”. Su nuera es indocumentada, al igual que muchos de los 1500 empleados que, calcula doña Elena, trabajan allí. “No, y fíjese que tengo una comadre que tiene como quince años trabajando en un frizer – un congelador -, entra de las seis de la mañana y sale a las seis de la tarde. Allí preparan ensaladas congeladas y verdura congelada. Ella empaca las lechugas y las coliflores. Se envuelve en cuatro pantalones y cuatro suéteres y doble guante y doble calcetín… y así ha estado quince años, ¿¡usted cree!?, pero dice que le gusta, y eso que no le pagan mucho, más o menos cien dólares por día, que es poco… pero como le digo, qué se le va a hacer, si no hay trabajo y los que lo tengan pues lo deben de cuidar.” Ni quiero imaginar el daño a la salud que ese tren de trabajo congelador le vaya a ocasionar a la comadre, que tiene 63 años, según recuerda doña Elena.

Y nos sigue narrando pasajes de su vida anterior a la de inmigrante. Con Juan, su esposo, doña Elena se decidió a poner una paletería en Tehuantepec. Él manejaba un taxi, que fue el que vendieron para comprar lo que se necesitara de la paletería. “Nos dieron como cien mil pesos y con eso la pudimos poner. Nos fue muy bien, la teníamos en el centro de Tehuantepec, y todos los petroleros de Salina Cruz eran los que más nos compraban, eran rebuenos clientes. La verdad es que eran buenas ventas, con eso compramos nuestra casa y yo tenía a mi hija estudiando aquí en la ciudad – el Distrito Federal -, le pude pagar todos sus estudios… y también a mis hijos. El mayor estudió para ingeniero mecánico… no, de verdad que nos iba muy bien… pero cuando llegó (Carlos) Salinas (de Gortari, fraudulento presidente priísta que estuvo en el poder de 1988, hasta 1994, durante cuya administración se gestaron los ingredientes para la megacrisis económica mexicana de finales de 1994), ahí se acabó todo, bajaron las ventas, yo tenía muchas deudas… y mejor vendimos la paletería, ¡la malbaraté en treinta mil pesos!… ¡fíjese nomás!”, narra doña Elena, su rostro reflejando esos amargos recuerdos. “Y ya, como no había nada qué hacer, ni trabajo ni nada, pues que nos vamos para el otro lado. Como mi hijo también ya se había ido, y tenía allá como cinco años, pues que nos vamos mi marido y yo… ¿cómo ve?”, pregunta, en esta parte sus gestos mostrando cierta satisfacción de que pudieron resolverse sus problemas.

El caso de su hija es diferente. Ella (la llamaré Cristina), pudo estudiar, gracias a la paciencia y ayuda de doña Elena, una carrera universitaria en la UNAM. Ingeniería en computación fue en lo que se tituló. Muy dedicada, a decir de doña Elena, trabajó, aún estudiando, en el centro de cómputo de la UNAM, para adquirir experiencia, antes de terminar. “Ya ve que en todos lados piden experiencia”, dice doña Elena, a lo cual asiento. Luego, gracias a eso y a su gran capacidad, Cristina hizo examen para entrar a la compañía Hewlett-Packard, y le fue tan bien, que muy pronto obtuvo un muy buen puesto gerencial. “Fíjese que la mandaban a muchos países… a mí hasta me llevaba… a Miami, Nueva York… allí se estuvo como diez años, pero fíjese que se fue porque la asaltaban mucho”. Al parecer, Cristina adoleció del mal de la inseguridad que ha hecho que muchos de nuestros connacionales busquen refugio y una nueva vida en otro país. “Me platicaba mi hija que llegaba bien cansada del trabajo… porque ella era bien trabajadora, si le decían que el horario era hasta las ocho, ella se quedaba hasta las diez… y así… entonces, que llegaba y que le hablaban por teléfono y le decían que ya sabían en dónde vivía y que vivía sola… ¡y pues ella se espantaba mucho! Una vez fue a dejar a una amiga al metro, creo que Chapultepec, y dice que se le acercó un hombre con una pistola, y como ella llevaba el cristal cerrado, el tipo que se la enseña y que le apunta, pero como en la empresa les enseñaban cómo defenderse cuando estuvieran en peligro, pues mi hija se pegó al claxon, para que todo mundo la oyera y llamara su atención… ¡y que se va el ratero y ella que se arranca! Y por eso se fue, me dijo que ya no aguantaba la inseguridad y que mejor se iba para Canadá”. De cuarenta años de edad, tiene Cristina viviendo diez por allá, se acaba de casar, tuvo hace dos meses a su primer hijo, trabaja para una empresa japonesa, y aunque no gana lo que ganaba aquí, le dice a su mamá que está muy tranquila, radicando en Toronto. Me pregunto cuánto más durará esa tranquilidad, si así como vamos, con recurrentes crisis económicas globales y creciente violencia, pronto la inseguridad va a ser mundial – Canadá ya muestra también altos índices de desempleo, además de una elevación en sus niveles de delincuencia. Eso, lo del desempleo, llevó a sus autoridades a imponer la visa, para volver más estricta la entrada allá, pues se quejaban de que mucha gente, por las facilidades anteriores para entrar, en lugar de irse a EEUU, más difícil y también con millones de desocupados, se estaba yendo a buscar trabajo allá, quitándoles a los canadienses la “oportunidad”, por ejemplo, de entrar a trabajar a un McDonalds o alguna otra franquicia. Hay profesionistas trabajando de despachadores en esos sitios.

“Por eso voy, para conocer a su primer hijo. Mi hija siempre me dijo que hasta que tuviera una vida segura y un marido, iba a tener hijos”, dice doña Elena, pensativa.

“Uy, si yo le contara mi vida, de verdad que haría hasta una novela”.

En efecto, con las condiciones cada vez más difíciles que se están viviendo en todo el mundo, habrá muchas vidas que se puedan novelar, concluyo, mientras me despido de doña Elena, deseándole que le den pronto su visa canadiense y que tenga buen viaje a Toronto.

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