The Return of the Spies

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Parece una trama tomada de una vieja novela de Graham Greene. Casi algo extraído de la sátira “Nuestro hombre en la Habana”. Pero la cuestión es que se trata de la realidad: una red de espías que, trabajando para los rusos, trataba de infiltrarse en círculos de poder de los EE.UU.

Gente que al viejo estilo de los tan mentados agentes encubiertos de la KGB, escribía mensajes con tinta invisible y recibía dinero clandestino, escondido en bolsas que se intercambiaban en medio de aglomeraciones.

En total, el FBI detuvo a once personas que disimulaban su condición, viviendo como si integraran típicas familias estadounidenses, en sitios como Yonkers, Boston o Virginia. Un dato adicional llama la atención: uno de los detenidos se informó en un principio que había nacido en Uruguay, aunque luego eso fue puesto en duda.

Este último detalle por sí solo no dice mucho, pero lleva a recordar lo importante que fue Uruguay para los espías rusos, en los años más álgidos de la “Guerra Fría”. Aquí, la organización de espionaje soviética KGB tenía gran movimiento. Por un lado podía contar con los miembros del Partido Comunista local, dispuestos a actuar con desparpajo en acciones a menudo violentas.

Fue así que cuando en 1948 se estrenó el filme “La Cortina de Hierro” trataron de impedir la exhibición, atacando el Cine Trocadero. Y aunque hasta un diputado comunista fue acusado de intervenir, el asunto se diluyó. Por otro lado, la KGB tenía su red de agentes encubiertos. Muchos simulaban oficiar como eficientes funcionarios, actuaban dentro de los partidos tradicionales o bien tenían como pantalla el ser meros comerciantes en, por ejemplo, obras de arte y antigüedades.

Esto último se relata claramente en el libro “Nombre clave: Patria” de Raúl Vallarino, sobre la espía que se aseguró una situación legal en el país, casándose nada menos que con el famoso escritor y pianista (anticomunista) Felisberto Hernández.

A esta altura, creo que no está demás recordar un episodio nunca antes revelado: cierta vez estos señores de la KGB, se allegaron a un uruguayo que estaba en París. Corría el año 1952. Le regalaban caviar, trataban de ser sus amigos y un día le aseguraron que le ofrecían hacerse agente de la KGB y que el interés por tal reclutamiento lo había expresado en persona, nada menos que el temible Lavrenti Beria.

El uruguayo rechazó firmemente la “invitación”. Pero lo peor fue que no los tomó en serio. Volvió a Uruguay creyendo que con eso se desligaría de los sujetos.

A poco de estar en Montevideo, apareció un diplomático de la embajada soviética, reiterando la “invitación”.

El uruguayo lo echó. Furioso, el hombre de la KGB le aseguró que le iban a ocurrir cosas terribles. Y así fue. El uruguayo, intimidado, se alejó de todas sus actividades. En los últimos años de su vida, replegado en su retiro, leía mucho. Especialmente novelas de John Le Carré. No dudo que si viviera, ahora estaría leyendo con interés las noticias que llegan de Estados Unidos, dando cuenta de esta nueva floración de espías rusos de segunda o tercera generación.

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