Un 5 de noviembre, en el 2001, tuve el privilegio de correr el maratón de Nueva York. La ciudad estaba conmovida por los terribles atentados que acababa de sufrir. Algo olía diferente. Giuliani nos agradecía haber acudido a pesar de las circunstancias. Aquel 11 de septiembrem, EU había experimentado la realidad brutal del terrorismo. El mundo —lo sabíamos al ver las imágenes de las torres— había cambiado por siempre. El país de “ensueño” ya no era igual de seguro. Las causas de los ataques estaban ahí mucho antes de que estos ocurrieran. Lo interesante, no obstante, no es sólo eso, sino las consecuencias y la manera como los estadunidenses intentaron enfrentar la nueva amenaza, tanto dentro como fuera de su territorio.
Los estados existen porque los seres humanos hemos pensado que son una buena herramienta para garantizar nuestras libertades y seguridad, para ello les concedemos el poder. A lo largo de su historia, sin embargo, los estadounidenses han sacrificado parte de sus libertades en favor de su seguridad. El día del maratón, la Patriot Act había sido aprobada de forma acelerada. Poderes excesivos, espionaje de sus propios ciudadanos, vigilancia desmedida, maltrato a los extranjeros y violación de derechos constitucionales, son sólo algunas de las acusaciones que se vertían sobre esta legislación apresurada. Ciertamente el terrorismo no es un crimen común. Pero el asunto puede profundizarse aún más. Según Vogt (2004), tras los atentados del 9/11 hubo un aumento significativo en los “crímenes por odio”. Esto, dice el autor, es generado a raíz de un sentimiento de pérdida de poder. Cuando la gente siente que no tiene control de su entorno, el miedo aumenta. Esa incertidumbre puede producir odio y violencia. Quizás cabe preguntarse si no es que ello explica a su vez la actitud agresiva de EU no ya en su interior, sino hacia afuera, en pos de la seguridad extraviada. Hacía falta poner rostro, nombre y apellido concreto, a la amenaza etérea de un enemigo sin faz. La superpotencia tardó en comprender que el mundo había cambiado, no sólo porque el contrario no era ya un estado tradicional con fronteras y ejércitos claros. Ahora la amenaza venía de una entidad distinta y, por lo tanto, hubiese requerido ser combatida de manera no tradicional. No se entendió. La respuesta fue reducida a las dos categorías que la más sofisticada lógica bushiana pudo inventar: los buenos y los malos. Al interior, en medio de la histeria colectiva, corrió la idea de que todo lo que se pareciera a musulmán era equiparable al Eje del Mal. Al exterior, el grupo neoconservador en el poder podía justificar sus ataques preventivos y el aumento en el presupuesto militar. Todos los ciudadanos debían caminar al mismo ritmo. Los símbolos patrios inundaron las calles. Los ejércitos marcharon hacia el otro lado del mundo a buscar la certeza que un día se les traspapeló.
Han pasado nueve años. Irak tuvo que ser abandonado por la puerta trasera con cientos de miles de muertos en la cuenta. Afganistán no podrá ser controlado, según expertos, sin un incremento adicional en el número de tropas. Bin Laden nunca fue capturado. Al Qaeda se debilitó, pero su transformación en varias células descentralizadas sigue representando un peligro inminente. Impactada en buena medida por la lucha antiterrorista, la potencia se encuentra sin poder salir de la crisis financiera y fiscal. La que nunca apareció fue la seguridad extraviada. A falta de ella, el pensamiento categórico, el del choque de las civilizaciones que, incapaz de diferenciar, sigue buscando culpables en el Islam. Ayer, la discusión era acerca del híper-espionaje, la legislación excesiva o el monstruoso tamaño de la agencia encargada de la seguridad interna (DHS). Hoy, la polémica es acerca de la construcción de una mezquita aledaña a la Zona Cero. El sentimiento de pérdida de poder no se curó. El odio, en algunos, permanece. El neoconservadurismo buscaba el New American Century, una era que retornara a la potencia a sus tiempos de gloria y liderazgo planetario. No parecen haberlo conseguido. Sus ideas, eso sí, han tenido costos inaceptables para el planeta entero, a pesar de los esfuerzos de Obama por recoger los escombros. Va siendo hora de que comencemos a entender los significados reales del 11 de septiembre: Siquiera nueve años después.
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