Fue el candidato perfecto: rompió todos los moldes, exasperó a sus oponentes anticuados y tradicionales, inspiró a millones, superó barreras que parecían infranqueables, motivó a los que nunca habían votado. Hizo historia.
Su frescura y desparpajo dejaron acartonado y obsoleto al establishment político. Aprovechó como nadie las herramientas de la comunicación y la mercadotecnia, explotó con eficacia nunca vista el hartazgo de la gente, su deseo de cambio, su esperanza de un futuro posible.
Tras comenzar con todo en contra, diluyó poco a poco el escepticismo de los analistas políticos, venció las resistencias en las cúpulas de su propio partido para ganar la nominación y con un mensaje sencillo, directo, conectó con el votante común.
Mostrándose como un ser humano, ciudadano cualquiera, vino de atrás para generar una ola de entusiasmo sin precedente, hizo trizas los mitos de la clase política, destrozó tabúes y cautivó dentro y fuera de las fronteras de su país.
El día que ganó las elecciones inscribió su nombre en la historia. Alcanzó el punto más alto de su carrera. Hoy muchos se preguntan si ahí debió haber entregado la estafeta a alguien que quisiera y supiera gobernar, pues apenas tomó posesión la realidad lo abrumó, tuvo que ponerse el corsé de presidente que le hizo perder frescura y serenidad.
La enorme bola de nieve formada con las expectativas que construyó durante su campaña se volvió un alud persiguiéndolo cuesta abajo. Su discurso de exaltación de la democracia y la apertura mutó rápidamente en una constante queja sobre los límites que pone ese mismo sistema democrático a quien intenta mandar en un país: un Congreso dividido, la quisquillosa vigilancia de los medios, la presión de los grupos de interés.
De una larga lista de promesas de campaña apenas logró cristalizar una o dos iniciativas importantes, que se aprobaron ya muy desdibujadas. Al cabo de unos meses, la esperanza se tornó desencanto, la insatisfecha exigencia de un mejor nivel de vida se volvió enojo.
Su romance con los índices de popularidad terminó. A falta de logros, su equipo de colaboradores intentó suplir la merma de su imagen personal convirtiendo a sus hijas en personajes asiduos en las revistas del corazón y alentando el protagonismo de su esposa. La cosecha no fue de puntos positivos, sino de críticas generalizadas. Las encuestas de intención de voto mostraron el cuadro temido: a medida que se acercaba la mitad de su periodo y las elecciones intermedias, su aceptación se desplomaba y arrastraba a su partido a una derrota dolorosa.
Todo esto le pasó a Vicente Fox. Perdón si alguien pensó que era Barack Obama.
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