Dilma and Barack: An Irresistible Pair

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En junio del 2003, el nuevo presidente de Brasil viajó a Washington para conocer a George W. Bush. La víspera de esa reunión publiqué una columna en el Financial Times donde exhortaba a Bush a ser tan audaz con Brasil como lo estaba siendo con Irak. Solo que, en el caso de Brasil, le pedía que, en vez de buscar un cambio de régimen, hiciese todo lo posible por apuntalar al gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva. Le proponía que le hiciera una oferta que este no pudiese rehusar: un amplio y generoso acuerdo comercial y un sólido respaldo a los programas sociales que el brasileño había prometido en su campaña, y que dejara claro a los mercados financieros internacionales (que en esos momentos aún veían a Lula con suspicacia) que la Casa Blanca sí creía en el ex líder sindical y que le daría su irrestricto apoyo. Ese pacto entre los dos gigantes del continente, escribía yo entonces, podía transformar de manera muy profunda no solo a Brasil, sino a toda la región. Si ambos países se comprometían a reducir sus restricciones al comercio internacional y a defender juntos la democracia en el continente, e invitaban a los vecinos a unirse a esa alianza, desencadenarían una positiva revolución económica y política en el hemisferio. Para el resto de los países, quedar excluido de un acuerdo de esta magnitud impondría costos prohibitivos.

Esa primera reunión entre Lula y Bush fue muy exitosa y el conservador estadounidense y el laborista brasileño sorprendieron al mundo con su muy cordial relación inicial. Pero no pasó nada más. No obstante, siete años más tarde, mi idea sigue siendo válida.

Una alianza sólida de Brasil y Estados Unidos puede ser una de las innovaciones geopolíticas más importantes de estos tiempos. Y quizá la más viable. No se trata de que los soldados brasileños vayan a morir en las arbitrarias guerras de los estadounidenses, o de que Brasilia se supedite a los dictados de Washington. Se trata de llegar a una serie de acuerdos -muy posibles- sobre temas esenciales para ambos países y para el resto del mundo: de las relaciones comerciales al cambio climático, de las reformas de las finanzas y el comercio internacional a la proliferación nuclear o la manera en la que el mundo manejará las inevitables dislocaciones producidas por el creciente poder económico y político de China, India y, por supuesto, Brasil.

Es obvio que ambos países deberán hacer concesiones y que a la superpotencia del norte y al gigante del sur no les será fácil aceptar algunas de las condiciones del otro. Pero de eso se trata. De entender que estos compromisos son un precio que vale la pena pagar.

Mi propuesta, entonces, es que Dilma Rousseff, la próxima presidenta de Brasil, haga a Barack Obama una oferta tan atractiva que este no pueda darse el lujo de rechazar. Por muchas razones, Obama va a ser mucho más receptivo a esta oportunidad de hacer historia que su predecesor. Para los brasileños, esto supone un cambio difícil: dejar de creer que lo que les conviene a los Estados Unidos es malo para Brasil. A veces es así, y los intereses de uno chocan con los del otro. Pero en muchos otros casos, no.

Conozco bien la lista de las objeciones y obstáculos a esta propuesta. Y sé que sigue siendo una ingenuidad. Pero no es mal ejercicio que la próxima presidenta de Brasil piense con audacia en cómo revolucionar la relación de su país con Estados Unidos. El potencial de bienestar y progreso que se desencadenaría si esta ingenuidad se transforma en una realidad es demasiado grande como para que Rousseff ni siquiera la imagine y la explore. El escepticismo a veces puede ser mucho más oneroso y cegador que la ingenuidad.

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