China se ha resistido ya por buen tiempo a que su moneda, el renimbi, se aprecie frente a otras divisas.
Hay un creciente debate sobre la posibilidad de que el mundo se esté enfrascando en una guerra de divisas. Los países ricos con crecimientos débiles y altos niveles de desempleo, buscan maneras de impulsar sus economías. Sus bancos centrales, tanto en los EEUU como en Europa y Japón, mantienen tasas de interés en niveles históricamente bajos, pero han buscado además mecanismos para inyectar aún más recursos a la economía, en parte para ayudar temporalmente a enfrentar problemas bancarios o problemas de desconfianza de los mercados. Así, los bancos centrales han comprado títulos emitidos por los Estados y han prestado a bancos en problemas grandes cantidades de recursos.
Inyección de recursos y bajas tasas de interés buscan, como objetivo para evitar que bancos caigan en más problemas y contagien a otros, que la inflación —que en varios países está cerca de mínimos históricos— repunte un poco. ¿Por qué querría el mundo que la inflación suba? Porque, si llega a volverse deflación, es decir, a que los precios tiendan a caer en vez de subir, eso causará también problemas. Entre otros, que las tasas de interés reales (las tasas nominales menos la inflación) se puedan volver muy altas, frenen el crédito y retrasen la recuperación económica.
Ahora, esta inyección de liquidez tiende también a hacer que las monedas de dichos países pierdan valor frente a otras. Por ejemplo, el dólar se ha venido depreciando frente a muchas divisas en el mundo, y hay quienes piensan que es un movimiento voluntario para ganar competitividad; exportar más productos al resto del mundo, recuperar parte de su crecimiento y reducir su déficit comercial.
Aunque las autoridades estadounidenses insistan en que no buscan un “dólar débil”, las tendencias reales sugieren que, al menos, esa perspectiva no les preocupa de sobremanera.
En paralelo, China se ha resistido ya por buen tiempo a que su moneda, el renimbi, se aprecie frente a otras divisas, oficialmente por temor a que mucha volatilidad cambiaria pudiera afectar al sistema financiero, pero posiblemente también porque podría frenar las masivas exportaciones chinas o impulsar importaciones del resto del mundo. Por su lado, Latinoamérica mira que hay crecientes capitales que antes iban al norte, atraídos cada vez más por países del sur con manejo macroeconómico serio —Brasil, Colombia, Chile o Perú, por ejemplo—. Este movimiento, que en principio es bueno y permitiría conseguir financiamiento más barato, puede ser también engañoso si son capitales de corto plazo, especulativos, que pueden desequilibrar las economías y generar mucha apreciación de las monedas. Esos países están buscando formas de frenar esos capitales: es el precio de la fama.
La historia económica muestra que los episodios de guerras de divisas —en los que cada quien busca devaluar más que el vecino para exportar más a otros— terminan generalmente mal y sin ganadores. La crisis de los años 1930, que causó largas recesiones y altas inflaciones y fue uno de los ingredientes que llevaron a la Segunda Guerra Mundial, es una muestra. Al mundo le convendría tener un manejo cambiario y monetario coordinado, pero las tentaciones de cada país, las presiones políticas internas y los discursos de nacionalismo económico pueden llevar a un contraproducente proteccionismo.
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